La experiencia de ir al cine es difícil de discutir sin caer en sentimentalismos. Para los cinéfilos es un asunto inseparable de la nostalgia de una infancia gastada en salas oscuras, de la memoria del primer encuentro con un film que nos dejó mudos, de los tantos momentos compartidos con la excusa de ir a ver una película. Sin embargo, es necesario contemplar otras lecturas de esta experiencia y la posibilidad de verla como íntegra a nuestro entendimiento del medio cinematográfico.
El año pasado participé en una charla a los miembros del colectivo de documentalistas Uniondocs en Brooklyn por parte de Carlos Gutiérrez, director de Cinema Tropical, la promotora principal de cine latinoamericano en los Estados Unidos. En aquella ocasión, Gutiérrez planteaba una crítica refrescante a los métodos de crítica de cine actuales. Señalaba como falla principal el que evaluaran la película como una pieza cerrada y definitiva, similar a la literatura. La película es en estos casos un texto, un producto reproducible. Pasamos por desapercibido el contexto que rodea la presentación de un film y los efectos que puede tener sobre el mismo.
Gutiérrez proponía como alternativa tomar en cuenta la experiencia viva y compartida de la proyección y entender el cine de manera similar al “performance” o la danza. Así el cine deja de ser sólo imagen y sonido y se convierte en espectáculo. Consideramos entonces todos los aspectos de esta forma artística al criticarla. Tomando esta idea prestada quisiera acercarme específicamente al uso del cine como método de turismo, como mecanismo para descubrir un país al viajar.
La crítica tradicional mira al cine “extranjero” (un término problemático de por sí) como su mayor posibilidad de exploración de una cultura ajena a la propia a través del cine. Por otro lado, el método alterno que sugiere Gutiérrez ensancha nuestro campo de evaluación al incluir la experiencia de ir al cine como parte del contexto que debe proyectarse sobre la película al discutirla. Esto incluye, para nuestros efectos, la experiencia de ir al cine en otro país.
En este caso, todo tipo de condiciones tienen cabida en nuestra lectura de la pieza. El teatro, la audiencia y la ambientación van nutriendo la película y a la vez revelando otros aspectos de la cultura local. El film adquiere matices más subjetivos que los que la crítica tradicional está dispuesta a reconocer entre sus consideraciones formales. Se personaliza el medio en vez de academizarlo.
El turismo cinematográfico, por así llamarlo, ofrece una doble oportunidad; el entendimiento del cine como experiencia polifacética de acuerdo a su contexto y el acercamiento a un país extraño a través de una experiencia común. Esta perspectiva abre una puerta amplia para la discusión del cine y la crítica. Aquí me limitaré a discutir situaciones específicas recientes* que sirven para explorar las posibilidades del medio cinematográfico. Incluyo algunas de las preguntas que estos encuentros plantean pero me rehúso a contestarlas. Son interrogantes abiertas que merecen más consideración que la que cabe en este texto.
Diciembre, Cuba
La primera impresión que provoca el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano es que la atención de La Habana completa se ha volcado hacia el cine por dos semanas. Las colas interminables se extienden frente a los múltiples cines de la ciudad, y gracias al costo mínimo de las taquillas y la novedad de la amplia oferta cultural, en ellas se encuentra una audiencia diversa y hambrienta. En la calle todo el mundo ha visto alguna película y tiene algo que decir.
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Entre la enorme oferta de películas presentadas en el festival, las más populares son indiscutiblemente las locales. El deseo natural de la audiencia cubana por verse reflejada en la pantalla, discutirse, juzgarse y entenderse provoca filas impenetrables de horas, confrontaciones y todo tipo de gansería folklórica imaginable con tal de entrar en la sala. Enfrenté este reto únicamente para ver Memorias del Desarrollo.
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Efectivamente, la sala estaba repleta. Los empleados del cine optaron por arriesgarse a una intervención de los bomberos antes de un motín en la entrada y llenaron hasta los pasillos del cine. En la pantalla apareció una película media accidentada y mediocre (particularmente considerando el estándar establecido por la primera) que al inmiscuirse entre la audiencia se transformó. El protagonista de ambas historias se ha mudado de Cuba a los Estados Unidos y es ahora un profesor universitario. Irónicamente pasa los días tratando de señalar las graves faltas del gobierno estadounidense en vez de discutir las diferencias con el gobierno cubano que lo han llevado a exiliarse.
En la audiencia sin duda se encontraban familiares de muchos que, como este personaje, han abandonado la Isla en busca de una promesa. Para ellos, la sobria confrontación con el hecho de que eso que se busca a veces nunca se encuentra, o que lo que se encuentra puede llevar a extrañar lo que se dejó, fue pasmando a los presentes. Es cuesta arriba hablar con cubanos de las dificultades que atraviesan otros países del mundo. Entre la escasez de información sobre el exterior, la insatisfacción sistémica propia y el ombligüismo isleño se teje un manto de excepcionalismo con el que se defienden en cualquier discusión.
Memorias del Desarrollo logró lo que yo nunca logré en una de estas discusiones; plantear convincentemente la insuficiencia de las realidades externas al intentar evitar muchas de las quejas que tienen los cubanos sobre su actualidad. En el silencio de la masa al abandonar la sala se iba cocinando esa verdad, ya habrían noches de sobra para discutirla entre tragos.
Por estas y muchas otras, cabe preguntarse entonces, ¿Cómo puede el cine reflejar realidades profundas de un país y la necesidad del mismo por el medio cinematográfico?
*la autora lleva unos meses fugada del mundo real, viajando