miércoles, 1 de junio de 2011

El cine como turismo o las historias de una turista de cines Parte II

Aquí puede leer la primera parte de esta serie.

Febrero, Birmania (Myanmar)

Entramos a los cines en Yangon para escapar del calor. A mitad de tarde hay pocos lugares donde esconderse, y el maratón turístico exige descansos. Birmania es un país bastante aislado y menos occidentalizado que sus vecinos gracias a una infame junta militar y el embargo económico con el que se ha intentado presionarla desde el 1997. Sin embargo, gracias a esto conserva costumbres y estilos de vida que poco a poco han sido abandonados en otras partes de la región. La mayoría de la gente camina por la calle en faldas tradicionales, o longyis, y se pintan la cara con un polvillo amarillo llamado thanaka para combatir el sol. Es un país que parece congelado en el tiempo y que gradualmente se ha ido abriendo al turismo como mecanismo de supervivencia económica, permitiendo la entrada a los temidos ‘agentes externos’ de cuyas influencias advierte el gobierno en sus propagandas.

Mujeres carboneras con longyi y thanaka en el poblado de Amaranpura

Una de estas grietas por donde se cuela la cultura occidental es el cine. Las películas que se proyectan en las salas son las muestras más accesibles para el pueblo de lo que es la vida en el exterior. Películas comerciales simplonas adquieren entonces un agravante inimaginable para sus creadores al convertirse en los ecos distorsionados de otros mundos, absorbidos sin discreción particular por la audiencia local. En la oscuridad de la sala, antes de permitir este choque cultural se le pide a la audiencia una última muestra de lealtad al país, que se levanten para entonar el himno nacional mientras en la pantalla resplandece una imagen de la bandera.


De día encontramos en las salas a otros refugiados del calor, tanto turistas como locales secando el sudor y mascando dulces. En la oscuridad donde generalmente también se refugian parejas sin cama o casa propia donde estrujarse, aquí encontramos trabajadores tomando su siesta, descansando entre jornadas para ahorrarse las complicaciones de ir de vuelta a casa. Frente a ellos, enajenados, Jack Black asumía las travesías de Gulliver, una mujer serpiente asesinaba hombres abusivos en la sensación Bollywoodense Hisss (dirigida, extrañamente por Jennifer Lynch, hija de David) y Silvester Stallone aniquilaba a los malos y hacía cosas explotar en Cobra, igual de mala 25 años más tarde de su estreno original.

Las salas están divididas por secciones con precios distintos, determinadas con un criterio incierto. Cuando nos dimos cuenta -en medio de una balacera entre Cobra y un ejército de asesinos supremacistas- de que había un ratón comiéndose las sobras del popcorn entre nuestras piernas, salí nerviosa y tímida a informarle al manejador del cine. El hombre amablemente entró a la sala conmigo y nos invitó a movernos hacia los asientos más costosos, en la parte de atrás. Nos colocamos cerca de un hombre que dormía y trepamos los pies sobre los asientos de al frente, en caso de que el ratoncito compartiera el privilegio y se moviera con nosotras.

Entre la risa y ligereza de lo absurdo de estas películas, un turista europeo a mi lado intentaba mandar a callar a una familia birmana que hablaba y se reía entre ellos durante la película hindú. Su indignación crecía con el tiempo y sus gritos y patadas por detrás del asiento se tornaban más violentos. Convencida de que la historia de la mujer serpiente y su serpiento torturado por un hombre con un tumor cerebral no requería de silencio para ser apreciada, mi furia se tornó contra él, contra la soberbia con la que los intentaba silenciar. Esta condescendencia autoritaria también se cuela cuando se abren las puertas al exterior, pensé. Es la misma actitud de turistas sexuales que se sienten filántropos cuando ofrecen su dinero a las jovencitas locales y de inversionistas extranjeros que explotan destinos turísticos para el disfrute exclusivo de unos pocos con la pretensión de que traen el progreso. Es la actitud de los que a estas alturas confunden subdesarrollo por inferioridad y se pasean con un aire peligrosamente similar al de sus ancestros colonos. Los volvería a encontrar una y otra vez.

Por este y otros momentos es que me parece importante preguntar ¿Qué puede revelar una visita al cine del país donde está?

Aquí puede encontrar fotos e historias de cines birmanos.


Marzo, Tailandia

Bangkok es la antítesis absoluta de Yangon. Tailandia, como ejemplo de desarrollo y supuesta estabilidad en la región, ha sabido jugar sus cartas astutamente a lo largo de la historia, protegiéndose de invasiones y guerras con acuerdos comerciales y militares que le permiten el guille de ser el único país de la región que nunca fue colonia. O por lo menos ese es el cuento que hacen. Con el crecimiento económico que esto ha posibilitado, la ciudad capital se ha convertido en un centro comercial gigante, donde las luces y la brillantez de las tiendas compite con la de sus majestuosos templos. Sin embargo, este modernismo y consumismo está conjugado con una cultura milenaria conservadora y tradicional, y una adherencia al rey cuyo cuestionamiento, por más mínimo que sea, es castigado severamente por ley.

Retrato del Rey Rama IX frente al teatro Alcazar, famoso por su espectáculo de transformistas

Frente a cada centro comercial, hotel imponente y hasta la tienda más humilde se alza un retrato del rey (a quien ni siquiera debería estar nombrando sin utilizar su nombre completo Su Majestad el Rey Rama IX). Su imagen se venera a un nivel que raya en lo ridículo; los billetes no deben ser pisados ni los sellos de correo lamidos porque llevan su rostro. Fue en uno de estos magníficos centros comerciales donde me encontré una noche viendo The Fighter, por eso de tratar de estar al día con lo que pasaba en el cine estadounidense mientras viajaba.

El cine es indudablemente el más moderno e impresionante que jamás haya visitado. Tiene su propio piso en el centro comercial, donde una enorme sala amueblada con sofás curvilíneos sirve de entrada. En ella se venden cervezas y otras bebidas, hay una heladería de Hagen Dazz, pantallas que proyectan cortos de las películas en cartelera, máquinas computarizadas para comprar boletos, y claro, puestos tradicionales de dulces. Los techos son altísimos, la iluminación suave y el aire acondicionado refrescante; la atmósfera es de lujo y comodidad. Aquí los asientos también tienen precios distintos de acuerdo a la localización en la sala, pero no hay forma de salir perdiendo. Lo más barato está a la altura de Fine Arts de Hato Rey y lo más costoso son sofás amplios en la parte de atrás que no quiero ni pensar en el uso que les deben dar los adolescentes tailandeses con calentura.

Esta exhuberancia y celebración de las glorias del mercado libre parecería un anuncio de las conquistas de un país que ha dado rienda suelta al capitalismo salvaje. Para aquellos que recuerdan un país más pobre y difícil, son casi un símbolo de orgullo, un templo más que visitar y adorar. Cómodamente sentada en una sala de cine más acogedora que cualquier habitación de hotel donde me alojé en este país, por poco me quedo gaga cuando un mensaje en la pantalla me hizo ponerme de pie y guardar silencio. Entonces apareció este video:


El himno real de Tailandia acompañado de imágenes heroicas del rey servían de antesala a la película, y el ritual de levantarse y rendir culto parecía un recordatorio de quién había posibilitado los lujos de esta sala, un “de nada” prematuro para que recordáramos dar gracias. Con un reinado de 65 años, el rey no tiene que promocionarse ni tener miedo a ser olvidado. Lo que parece pedir su imagen, desde cada esquina de la ciudad y en este video épico sobretodo, es que se rinda tributo a la monarquía antes de al billete y el desarrollo, que se respete esta institución anticuada antes de caer en el vacío de estos nuevos valores, que se retenga un balance entre lo viejo y lo nuevo, sin entrar en mucha discusión sobre los engaños de ambos. “Acuérdate que todavía hay gente en el campo que piensa que el rey hace llover” me decía siempre mi amiga Andrea.

En medio de estas contradicciones es que el país se vuelca al comercio, al derroche y la enajenación. La película muy buena, el helado delicioso, los asientos comodísimos, el centro comercial conveniente, el tren súper eficiente, la ciudad limpia, la gente amable. El país bien, gracias.

No es sorprendente entonces que en el furor de las protestas de las denominadas camisas rojas y amarillas el año pasado en Tailandia, uno de los hitos del conflicto terminara con la quema de un centro comercial, frente al cual murieron masacrados docenas de ciudadanos. El céntrico edificio está siendo reconstruido actualmente. El telón que cubre la construcción a lo largo de la acera celebra el amor y el rey, entre dibujos de corazones y conejitos.

Escenarios como este ameritan preguntarse ¿Qué significación puede tener el cine –como medio y como espacio- en cada país?

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Antes de finalizar creo que vale la pena discutir la condición de turista y sus limitaciones, para así matizar las observaciones de este artículo. Cuando pienso y uso el término todavía recuerdo como referencia esa escena de Fight Club en que Edward Norton acusa a Helena Bonham Carter de ser una turista en los grupos de auto-ayuda a los que ambos van porque se sienta a escuchar pero no participa. El turista está presente, observa, escucha, conecta pero no pertenece. Incluso formula teorías que nunca pone a prueba. Desarrolla su propia historia oficial, delimitada por el alcance de su experiencia, y no conoce otra verdad que ésta. Me parece importante establecer esto pues soy la primera en admitir la insuficiencia de mis encuentros como fundación para llegar a conclusiones amplias sobre el carácter de estos países. A fin de cuentas me valgo únicamente del momento que me tocó vivir y con eso dibujo mi idea de cada país visitado. En eso consiste mi verdad.

En la complicidad de una sala de cine se transparentan idiosincrasias locales en parte porque resaltan en el marco de un espacio y una situación familiar. Busco una experiencia conocida en otra parte del mundo y encuentro además los ritos y personajes que la codifican en este otro lugar. Se multiplican los mensajes por absorber e interpretar; la película en pantalla, la audiencia alrededor, el espacio de la sala, la ciudad esperando afuera, todos compiten simultáneamente por mi atención. El resultado es una doble exposición; un retrato capturado en dos horas. Aparecen los colores de un país ajeno y se deja entrever la verdadera magia del cine.

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