El horror lleva bastante tiempo barnizado de
nostalgia. Cuando no se trata de una secuela más, en el cine de horror
contemporáneo estadounidense, me parece, hay dos tipos de nostalgia en juego.
Está la nostalgia perezosa y está la que redime. La primera la padecen los
grandes estudios, cuyo esfuerzo no pasa de buscar en el manoseado catálogo qué
historia nuevamente recalentar. La segunda no suele llegar al nivel de
distribución deseado, pero es la que procura reproducir o tomar prestado lo
mejor del pasado.
La propuesta cinematográfica Grindhouse (2007), regida principalmente por la dupla Rodríguez/Tarantino, fue, en su estreno, un buen ejemplo de la segunda nostalgia que menciono. Dentro de la propuesta de presentar una doble tanda – Planet Terror (Rodríguez)/Death Proof (Tarantino) –, la cual incluía, además, comerciales y cortes promocionales de otros filmes inventados, se forjaba el simulacro de estar tres horas sentado en una sala de cine setentosa “grindhouse”, otrora especializadas en proyectar cine de explotación. Aunque dicho proyecto no pasó el cedazo de la taquilla gringa, y terminó siendo seccionado tanto en su distribución por las salas de cine europeas como en su posterior conversión al formato DVD, la propuesta original tomaba prestado lo “mejor”, es decir, lo más relevante, del cine de explotación de aquella época. Y como bien pudieron identificar los directores, lo mejor, o más relevante, del cine de explotación de aquella época rebasaba lo que se proyectaba en la pantalla; lidiaba directamente con la experiencia colectiva del público en una sala de cine, con la soltura del entretenimiento en tanto entretenimiento.
La propuesta cinematográfica Grindhouse (2007), regida principalmente por la dupla Rodríguez/Tarantino, fue, en su estreno, un buen ejemplo de la segunda nostalgia que menciono. Dentro de la propuesta de presentar una doble tanda – Planet Terror (Rodríguez)/Death Proof (Tarantino) –, la cual incluía, además, comerciales y cortes promocionales de otros filmes inventados, se forjaba el simulacro de estar tres horas sentado en una sala de cine setentosa “grindhouse”, otrora especializadas en proyectar cine de explotación. Aunque dicho proyecto no pasó el cedazo de la taquilla gringa, y terminó siendo seccionado tanto en su distribución por las salas de cine europeas como en su posterior conversión al formato DVD, la propuesta original tomaba prestado lo “mejor”, es decir, lo más relevante, del cine de explotación de aquella época. Y como bien pudieron identificar los directores, lo mejor, o más relevante, del cine de explotación de aquella época rebasaba lo que se proyectaba en la pantalla; lidiaba directamente con la experiencia colectiva del público en una sala de cine, con la soltura del entretenimiento en tanto entretenimiento.
El joven director Ti West sabe
que no basta asirse de la nostalgia para urdir una propuesta de horror
relevante; es necesario también identificar qué la hace relevante. Pero, por
ende, parece correr la misma suerte en términos de difusión comercial que Grindhouse. ¿Será que los filmes de
horror gringos más interesantes estarán siempre condenados al culto?
En
oposición al harto gastado formato de cámara de seguridad tipo Paranormal Activity (2007), The Innkeepers (2011), escrita,
dirigida y editada por West, es una historia de fantasmas a rajatabla,
clásicamente articulada. A días del cierre del Yankee Pedlar Inn, dos empleados
comienzan a develar el pasado misterioso de la hospedería donde trabajan. Al
igual que en su magistral The House of
the Devil (2009), el guión de West es protagonizado por un personaje femenino
en sus veintitantos cuyas circunstancias – y dada la pobre oferta de trabajo –
la llevan a conformarse con el primer guiso que se aparece en su camino. Su tarea
resulta demasiado sencilla, rutinaria y aburrida para su propio beneficio: ella
se ocupa de un turno en la recepción y su compañero, aficionado a lo
paranormal, del otro.
Para
cumplir a cabalidad con la formula West sitúa a los personajes en un espacio
digno de los hoteles más notorios y embrujados del cine. Antiguo y, salvo por
uno que otro huésped, casi vacío, el
Yankee Pedlar Inn parece el escenario perfecto para que el personaje de Claire
(Sara Paxton) sustituya su tedio por una premeditada y susceptible curiosidad.
En lo que podría considerarse una revisión cómica del mensaje que escribiera el
personaje de Jack Torrance en The Shining
(1980) – “All work and no play make Jack a dull boy” –, Claire parecería proponernos,
“All play and no work make Claire a very, very bored
girl”: mientras que en aquel filme de Kubrick el ruido de la maquinilla va
progresivamente alienando y sumiendo al escritor Torrance en la locura, en Innkeepers, la falta de trabajo combinada a la corta capacidad de
concentración de Claire crea las condiciones perfectas para que la protagonista
comience a entrometerse y quién sabe si hasta inventarse el pasado del lugar. Esto
pone en evidencia, además, la brecha generacional que no tan sólo separa la
fecha de estreno de cada filme, sino las preocupaciones que maneja cada filme desde
su respectivo contemporáneo.
En
este sentido West sabe que el horror (y podríamos decir lo mismo de la ciencia
ficción), aún barnizado de nostalgia, siempre será un género al servicio del
presente; es decir, un vehículo para expresar preocupaciones ideológicas,
sociales, etc., contemporáneas.
El
director ha manifestado total desinterés en que se le encajone como director de
género. Si bien es cierto que todos sus filmes hasta al momento caen en esta
categoría, los mismos no exhiben las convenciones esperadas del cine de horror
de fácil mercadeo. Desde la puesta en escena tipo cinema verité de Trigger Man (2007), West practica una
fórmula narrativa tan maldita para unos espectadores como sagrada para otros
(pertenezco a éste último grupo). Puesta de manera sencilla: los primeros dos
actos “no pasa nada” (o tal parece). En ocasiones, la “acción” en una película
de West se relega a los últimos veinte o quince minutos, lo que le permite
destilar el suspenso a cuenta gotas. Innkeepers no es la excepción a esta regla en el universo
de este cineasta.
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