jueves, 23 de agosto de 2012

Tiempo y memoria en FamilyStrip


Rompo mi ciclo de Cinema Novo brasileño para escribir sobre una película que estaba fuera de cualquier programación pendiente, fuera de todo proyecto ideado y amasado con tiempo y que se presenta, imprevista, como una llamada de un familiar lejano, como una enfermedad. FamilyStrip (2009), documental de Lluís Miñarro, no deja lugar a la decisión de quien escribe y exige una atención que anega el resto de la noche y sus pensamientos, quizá por estar dirigida directamente a la memoria. ¿Y quién se libra de ese fantasma? Catalogada como “el retrato de una especie en extinción”, como si una familia pudiese morir en cualquier canto, como si la historia no contara con aliados malévolos que la construyen, deforman, pisotean y, por ello, imprimen más fuerte, FamilyStrip es, más bien, una negación de la extinción hecha retrato, una conciencia de presente caleidoscópico, de ojos estrábicos apuntando, en su devenir, a diferentes direcciones.



“Il y a un bel été qui ne craint pas l’automne”, reza la letra de En Méditerranée, de Georges Moustaki, al comienzo del filme. En este primer peldaño de la película, un plano secuencia eterniza la mirada del espectador ante una masa de agua que muta de forma, de color, acompañando una historia de humanidad en deriva por el Mediterráneo. Huyendo de otros mediterráneos familiares para cierta generación de españoles (el famoso himno de Serrat, por ejemplo), el director escapa de clichés y nos deleita con una reflexión sobre el tiempo que nace en un idioma foráneo que, sin embargo, conocemos. La secuencia primera, junto con la final (planos largos de árboles y sierras que se debaten entre el verde y el ocre, peleándose por las estaciones), componen los únicos momentos de color de una película enteramente en blanco y negro en la que se negocian, a golpe de declaraciones de los más viejos, los recuerdos de una vida, de una generación. El pasado y sus elementos (agua, tierra), nos dice Miñarro, enmarcan nuestro presente, al mismo tiempo que otras lenguas (el francés de Moustaki, el gallego que canta el personaje pintor, el italiano de la canción Il mondo) ecoan y constituyen la nuestra. Las coordenadas de siempre, fuera de sus ejes, llevan al espectador a escuchar, por recomponerlas, a sus protagonistas.

Una ristra de recuerdos en la que caben rostros y mapas, eso es FamilyStrip. Unas cuantas sesiones en las que la pareja de ancianos María Luz Albero y Francesc Miñarro cuenta, con la ayuda del hijo y director de la película, lo que parece ser el injerto en palabras de cualquier álbum de familia. Como fondo de sus declaraciones, el pintor Francesc Herrera (que se suicidó poco tiempo después de haberse rodado el filme, a los 27 años) retrata a los tres en un lienzo mientras están siendo filmados. A la manera de El Sol del Membrillo (1996) de Erice, la película transcurre mientras dura la actividad de los pinceles, lo que sirve para enhebrar arte y vida y enlazar varias formas de representación en una misma mirada que, al final, acaba siendo la nuestra. La cámara y la pintura se alían, no obstante, a las fotos de familia, construyendo un juego de reflejos mutuos que acrecienta, en las consabidas palabras de Barthes, el poder deletéreo del retrato fotografiado, la pose que cada cual elige cuando sabe que va a morir, mientras busca, como en la película, a los testigos de ese fin que disloquen lo inevitable y preserven lo vivo. 

 Con un montaje que recuerda a El Desencanto (1976), de Jaime Chávarri, obra que también anuncia un “fin de raza” y que marcará las interpretaciones de la Transición española; con el mismo color grisáceo pero menos clasismo en sus protagonistas y sin el sabor trágico de la drogadicción y la poesía consagrada, María Luz expone, en FamilyStrip, una visión de su genealogía desprovista de reproches y traumas, espontánea – dentro de la maquinaria ficcional del cine, aquí hecha obvia como efecto de distanciamiento –, comenzando, como comienza o acaba cualquier reflexión sobre el siglo XX español, por la Guerra Civil (1936-1939). Se conocieron en la playa. Se casaron y tuvieron su primer hijo en plena guerra, una contienda que separó el matrimonio y el noviazgo mandando al hombre al frente y, después, a un campo de concentración en Galicia. Republicanos ambos, narran sus amores como si la guerra fuese el inconveniente cotidiano de cualquier generación, sin mitologías, con la sencillez del superviviente que ha vivido múltiples vidas en una, y las admira todas. En una actitud tranquila, sin moverse apenas de las sillas desde las que están siendo pintados por Francesc, el marido acariciando a ratos al perro, ella con el simulacro de un bebé en un muñeco que representa, en su regazo, la maternidad siempre buscada, van relatando las vicisitudes de sus encuentros y desencuentros: María es andaluza (por eso canta Ojos Verdes, según ella), inmigrante en Barcelona después de pasar tiempo en Marruecos; su marido hace maquetas de aviones de guerra, como agradecimiento al sueño nunca cumplido de ser piloto, porque todos los que conoció fenecieron a manos de la aviación alemana e italiana en la contienda. La historia, sin embargo, no se acaba ahí: entre planos que van del lienzo a las fotos, de las fotos a las paredes llenas de platos de cerámica, siempre en la misma habitación, apuntan trazos de franquismo según su forzado aprendizaje: la oscuridad del cine como lugar de escape a la represión sexual; la ventana como símbolo de división de espacios y roles de género cuando María despedía en el alféizar al esposo que iba al trabajo; la escasez de alimentos en el llanto de la hermana pequeña de María, en el estraperlo obligado para poder celebrar el banquete de bodas.


FamilyStrip no es, sin embargo, una apología de la miseria, ni tampoco un plañir de la cámara en honor a los vencidos, aunque les rinda homenaje. De entre los testimonios de media vida en dictadura se escapa la carcajada de la opción inocente de la rebeldía, por ejemplo, cuando María dejó de ser creyente: “porque el cura me preguntó que, si cuando yo tenía ganas de aquello, lo hacía con el dedo o con la almohada… habría que partirle la cara”. Así abandona el catolicismo y así cuestiona: “¿es esto la religión?”, orgullosa de su boda civil pero también de las fotos de sus hijas vestidas de primera comunión. La religión, la historia que se desprende de casi cuarenta años de nacional-catolicismo, va dando paso a distintas formas de arrebatamiento y reapropiación del cuerpo a través de la experiencia subjetiva: el sexo hecho tabú, la primera menstruación de una niña que clama que “se me han roto las tripas”, los métodos para escabullir el embarazo, siendo el más usado, según el esposo, “el del saltito”. En la mitad del filme, como el punto de giro de una narración que, sin embargo, no recurre a los métodos tradicionales de composición, la cámara se desplaza por única vez a un espacio diferente de la sala: el dormitorio. Una vez allí, al ritmo de “gira il mondo gira”, una panorámica hace del espectador el voyeur de los objetos que componen sesenta y cinco años de intimidad, desencadenantes de recuerdos: más fotografías familiares, la cama de matrimonio, un retrato de la Virgen del que cuelga un rosario. Este último símbolo, más que una creencia, representa una época. 

FamilyStrip, pudiendo ser clasificada como una de esas obras cinematográficas pertenecientes a la corriente artística sobre la “memoria histórica”, se diferencia de éstas en la ausencia de juicios certeros, incuestionables, sobre la experiencia del bando republicano derrotado. Estrenada en 2010, tres años después de la promulgación de la Ley de Memoria Histórica que concede cierto reconocimiento a las víctimas sin anular, sin embargo, la Amnistía de 1977, pero quizá por ser una película aparentemente “improvisada, destinada a ser un regalo familiar”, según los propios realizadores, carece de reconstrucciones históricas trazadas en pro del ensalzamiento de la víctima o, por el contrario, de cualquier tipo de construcción de heroicidad entendida en el sentido clásico. En su lugar, el filme tiende, a través de la cámara, un micrófono a los protagonistas para que sean ellos quienes rescaten, entre tristezas y alegrías, su propia forma cotidiana de ser héroes en la esforzada maternidad, en las jornadas laborales de doce horas, con el fin de que todo ello permanezca: “es una cosa para el mañana”, como afirma María Luz. La película de Miñarro, se podría decir, persigue el homenaje a una lucha familiar tan ausente de medallas como de llantos, el reconocimiento de las contradicciones inherentes a la supervivencia del juicio crítico y del pensamiento de izquierdas en convivencia con la educación sentimental franquista y, como telón de fondo, una lección artística sobre las maneras posibles de no olvidar lo que somos y lo que fuimos – en las fotos, en el retrato – mientras vamos dejando de serlo.


Azahara.


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