Título: Angst | Género: Horror | Duración: 76 minutos | Formato de Rodaje: 35mm |Formato de Exhibición: 35mm | Director: Gerald Kargl | Distribuidor: No cuenta con uno en la actualidad | Año: 1983
Rara vez nos detenemos a considerar la ubicuidad del miedo en nuestras vidas. Si bien es cierto que lo asumimos a priori como el motor tras nuestras vehemencias más oscuras, tendemos a acogernos a un entendimiento reactivo del mismo, dando por sentado su vertiginoso aspecto inmanente. A la par con esta distinción, fundamentalmente representativa del imaginario teutón, el enigmático Gerald Kargl sospecha la figuración de ese hito de la modernidad que es el asesino en serie, en base al Angst inmutable que registra en el título de su único filme.
Dada la admisión de una perspectiva intimista, que adopta la interioridad del sujeto demencial en toda su sutileza -e inevitable devenir-, no es de extrañar que el alarido ahí contenido cayera en oídos displicentemente sordos, particularmente ante el resurgimiento de la FPO (Freiheitliche Partei Österreichs- partido libertario de ultraderecha en Austria) mediante la coalición de centro-derecha con el partido social-demócrata (SPO) tras su fracaso electoral de 1983 -año de lanzamiento de la película.
La provocación suscitada por la inmersión en un perfil psicológico que, lacerado por el deleite, insinúa cierta aberración libidinal a partir de la desintegración del orden social familiar instituido, nos invita a contemplar el fracaso del sistema de justicia criminal que simula la rehabilitación del indeseable social como hito de un programa político cuyo ejercicio de prestaciones justifique la supervisión de un estado benefactor, con cierta clase de enemigos en común.
En el examen auto-reflexivo que da impulso a la narrativa, el psicópata confía a sí mismo, desde su celda de la prisión, los avatares de su tempestuosa relación con la madre- a quien apuñala, según cuenta en un monólogo- en un gesto innatamente complaciente, que se desborda en la verificación de ese pánico que entiende la ansiedad como voluntad de la moral, privando al narcicista patológico de su goce perverso, incitando al horror en la mirada ajena.
Los dotes cinematográficos de Zbigniew Rybczynski aportan notablemente al retorcimiento de esa mirada, que se desplaza panópticamente por los entornos movedizos de la historia, reproduciendo el arrebato confesional del asesino en planeamientos y locomociones angulares que lo captan como sujeto en pleno desconcierto existencial. Consiguientemente, la libertad se torna en eje central de problematización: una vez el sujeto psicopático es puesto en libertad, sólo le impele la intensa necesidad de volver a cometer el acto comprometedor hasta ser descubierto, entanto quiere ser desenmascarado por esa ciudadanía, cuya suposición de normalidad es subvertida por la asechanza que opera tras la actuación misma del voyeurismo cinemático, a la vez que esa fuga imaginada es propelida por la complicidad glacial y el frenetismo percusivo de la banda sonora compuesta por Klaus Schulze.
La singularidad de la caracterización del personaje protagónico radica en la auto-identificación de su miedo como estado ajeno, pero no obstante, encadenado a sus propios arrojos. Nuestro desconocimiento de las circunstancias que motivaron los hechos nos obliga a hacer acto de presencia ante el recuento de lo sucedido y testimoniar el emplazamiento del trauma en el desencuentro que se da entre el plano visual y el auditivo. Como espectadores, nuestro involucramiento en el enredo de la trama responde a la desarticulación que el juicio moral hace de la memoria del crimen, de tal manera que el narrador permanece enajenado de sus propios instintos homicidas al precisar de su reincidencia para posibilitar una introspección sobre el trance fatal que lo lleva a regresar al lugar, no del crimen, pero sí aquel de su delación, donde fue y continúa siendo sospechado por el escrutinio de miradas que lo hallaron trémulo ante la ponderación del goce.
Esa sensación de malestar permanente queda yuxtapuesta a la simultaneidad narrativa de ambas iteraciones del crimen, en una suerte de reconocimiento de esa pasión enfermiza que, paradójicamente, humaniza al maniaco. En la escena central de la película, el evento homicida es contrastado de manera radical con una toma de primer plano enfocada en el rostro de un perro, cuya impresión frente a los hechos es una de profunda indiferencia e incomprensión; la moral es inextricable de la intuición humana precisamente por comprender un punto de discordia en cuanto a su realización. Un animal no puede juzgar a un asesino, pero ¿de qué le valdría hacerlo? ¿Será que el schadenfreude es un privilegio de gente civilizada?
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