Soy de los que piensa que la obra fílmica de Jonathan Demme, director de tales largometrajes como Something Wild (1986) y Melvin and Howard (1980), además de subestimada, sufre de ser reconocida sólo en sus facetas menos representativas—Philadelphia (1993), Silence of the Lambs (1991). (Aquí mis compañeros sospecharán la connivencia de Chemi en el planteamiento, y tienen toda la razón.) Sin embargo, la magistral Rachel Getting Married (2008, Rachel de aquí en adelante), protagonizada por Anne Hathaway, tiene todo lo necesario para merecer la atención de hasta los más acérrimos detractores demminianos (*apliqué el primero de los –ianos*, espero no recurrir a muchos más).
No analizaré minuciosamente (ni chemióticamente) el estilo tan particular de dicho director en esta pequeña reseña. Sí diré, no obstante, que hasta sus películas más serias en contenido gozan de un elemento lúdico ineludible. De ahí que películas como The Truth About Charlie (2002) —más un ensayo acerca del imaginario de la Nouvelle Vague que un filme de acción y suspenso—sean bastante incomprendidas. Dicho sea de paso, a mi parecer, esta película está lejos de estar entre sus mejores obras, pero no por eso resulta menos interesante.
Sin embargo, lo genial de Rachel radica en el connubio tan orgánico que logra Demme entre una intensidad diegética á la Cassavetes y una forma tan juguetona como el Godard de Bande à part (1964). Es decir, el director presenta una historia en la cual cada diez minutos existe una nueva razón para sollozar, a la vez que, literalmente, disfrutamos del “fiestón de los fiestones” (la boda que da nombre al filme) a través de escenas que de pronto parecen sacadas de un video musical. No es mera casualidad que ocasionalmente veamos a un personaje (el soldado) tomando un video casero de la actividad—formato en si alusivo a la estética del filme—, cuyo pietaje se intercala en muchas ocasiones con el de la película misma. En ese sentido, se nos presenta una obra cuya forma parece el “comic relief” de su contenido.
Si esbozamos ligeramente la trama, veremos en la superficie el arquetipo de un melodrama mexicano: Kym, interpretada por Hathaway, sale de un centro de rehabilitación para usuarios de drogas a reencontrarse con su familia, quienes le dan los últimos toques a la preparación de la boda de su hermana Rachel (Rosemarie DeWitt). En la casa, encontraremos una gama de personajes excéntricos, compuesto por amigos y allegados de la familia, en su mayoría músicos que a mayor o menor grado cumplen un rol en la boda. El evento que da nombre a la cinta, claro está, sirve de pretexto para adentrarnos en la psiquis de una familia que reprime a flor de piel una nefasta experiencia del pasado: la muerte de uno de los suyos—resultado a su vez de una convivencia, que debemos inferir, de antemano era insaludable y la cual produjo, por consiguiente, la eventual disolución de la armonía del núcleo familiar.
Todo esto, como dicho antes, retratado con la mirada juguetona e idiosincrásica de un lente que no se cierne necesariamente a las acciones de sus protagonistas, y que prefiere, en su lugar, realizar una exploración casi naturalista del comportamiento de los invitados y del fenómeno cultural que todavía hoy día es una boda. Por fortuna—o será más bien por obra de Demme—, tanto las actuaciones como la puesta en escena realista evitan el característico sobre-sentimentalismo que hubiese desechado, como ya sugerí, a Rachel por la borda del melodrama fácil.
Llama la atención la escena larga del brindis prenupcial, que lejos de aburrida resulta muy amena—confieso: muchas veces me encontré con una estúpida sonrisa, casi al borde de decir “ay que lindoooo”, como si fuera hermana mía la que se casaba. Cabe mencionar que dicha escena será punto clave en el resurgimiento de la vergüenza ajena que poco a poco irá trastocando el “bienestar” de la familia, inevitablemente lanzándolos de nuevo al desastre—punto de origen de, entre otras cosas, la mirada agridulce del padre, Paul, excelentemente caracterizado por Bill Irwin[i].
El filme acierta en no posicionarse a favor de un personaje u otro; ninguno exhibe una moral implacable. Por contrario, la historia provee espacio para un poco parodiar cada uno de éstos: los celos que repetidamente afloran de Rachel vis á vis su hermana; el deliberado comportamiento errático de nuestra protagonista; el amor enfermizo de un padre que no ha superado su pasado; la falsa compostura de una madre (Debra Winger) que aún sufre los estragos del pasado y se resuelve huyendo perenne del problema que siempre arrastrará—quizá esto último vale para toda la familia.
Una utopía multicultural
Por otro lado, Rachel es mucho más que una tragicomedia familiar. Como en cintas anteriores, Demme construye un panorama social de convivencia cuasi idílica en un mundo que ha asimilado su multiculturalismo más allá de un intento hipócrita de tolerancia:
“Así me imagino es el cielo, todo el mundo junto. Así es el cielo y este un ensayo”—parafraseo las expresiones de la suegra de Rachel en el brindis.
Claro, nos referimos al mundo externo de la familia. Resulta llamativo, pues, que lo que pudo haber sido en un momento dado la ‘Picture-perfect-WASP-picket-fence familia” de Kym, haya transmutado de su subyacente estado disfuncional a formar lazos mucho más saludables en la entremezcla desinteresada de razas.
¿Qué posibilidades se nos plantean? ¿Es una movida genuina la de la familia, una conclusión lógica de su inherente bondad? ¿Será, en cambio, una manea de expurgar su pasado a través del bien máximo que sería abrazar la diferencia como estilo de vida? ¿O será un saludo de Demme a los “cambios” sociales (políticos/ideológicos) que parecen avecinarse, con la reciente elección de un candidato igualmente multicultural en ascendencia?
Bueno, no sé si nuestro director peque de tan extremo optimismo, ciertamente, la película demuestra lo contrario. Pero no debemos negar que la película, sin llegar al nivel de explotarla, enfatiza una visión de mundo más inclusiva e integral, una visión que dista mucho del individualismo característico del personaje de la madre, quien por su forma de ser reverbera la dinámica familiar que pudo haber sido la norma. De este edén de culturas da fe la banda sonora tan dinámica y ecléctica, pero tan bien acoplada que entreteje Jonathan Demme—un amplio repertorio musical, que va desde una versión a capella desde Neil Young, hip-hop, batucada, hasta el propio hijo del realizador tocando guitarra…you name it.
Bueno, por ahora no doy para más. Excelente guión (Jenny Lumet), fotografía, actuaciones…en fin, una joya. Ojalá y todas las bodas fueran las de Raquel…
[i] Dato que llama la atención para los fans de Sesame Street: Irwin, el veterano y galardonado histrión, era uno de los Mr. Noodles que salía en la sección de Elmo. Sehr interessant!