miércoles, 6 de febrero de 2013

El Cinema Novo desde el compromiso popular: Rocha revisited



“Donde haya un cineasta, de cualquier edad o de cualquier procedencia, listo para poner su cine o su profesionalidad al servicio de las causas importantes de su tiempo, ahí habrá un germen del Cinema Novo”. Estas son las palabras que Glauber Rocha utilizó en su manifiesto Uma estêtica da fome, publicado en 1965, para definir el Cinema Novo, un movimiento del que fue su principal impulsor y teórico, su cineasta más aclamado internacionalmente, y que ha llegado a confundirse con su propia persona. Y es que no se puede hablar de Rocha sin mencionar el Cinema Novo, de la misma forma que no se debe eludir tanto el carácter internacionalista de éste, como su función política explícita: se trata de un arte al servicio de su tiempo, los sesenta, probablemente la última época de sueños, denuncias y reivindicaciones populares y colectivas que ha existido hasta ahora, cuando las calles vuelven a agitarse. 

El Cinema Novo forma parte de esa amalgama de movimientos que revisitan las vanguardias históricas al mismo tiempo que otorgan al pueblo un papel protagonista en sus objetivos socio-históricos. Emparentado principalmente en la forma con el neorrealismo italiano y, sobre todo, con la Nouvelle Vague francesa, según la moda crítica de hilvanarle genealogías y deudas a todo arte siempre con Europa, este movimiento, sin embargo, se relaciona históricamente con otras corrientes artísticas como el posterior Tercer Cine surgido en Argentina, en cuanto que localiza su foco narrativo en una problemática latinoamericana de desigualdad social y (post)colonización cultural y económica. Concretamente, el Cinema Novo indaga la particularidad nacional de Brasil, un territorio que hasta 1964 gozó del ambiente democrático que otros carecían para un desarrollo pleno de la creatividad y la queja. Glauber Rocha, siendo padre pero siendo parte, se inscribe en dicho contexto desde su primera película, Barravento (1962). 


Como el mismo Rocha declaró en cierta ocasión, Barravento presupone la iniciación de un género, la “película negra”, tendencia que halló continuidad en O leao de sete cabeças, filmado en África en 1969, lo que desvenda un interés del cineasta por la recreación ficcional de la vida de una parte de la población brasileña marcada por la impronta de la práctica esclavista colonial y, por ende, la desigualdad económica. Filme comprometido, narra la historia, en riguroso orden cronológico, de Firmino (António Pitanga) que llega de la ciudad a un poblado bahiano de pescadores para intentar inculcar a la población rural los valores que él ha aprendido durante su estancia en la urbe. Firmino, contrario a las supersticiones correspondientes al candomblé que practican los aldeanos, intentará luchar contra éstas – no sin dificultades – y demostrar a la población autóctona que ni la pesca depende de Yemanjá, ni Aruá (Aldo Teixeira) ni Naína (Lucy Carvalho) son hijos protegidos de aquélla, la diosa del mar en la mitología orixá afro-brasileña. En torno a este argumento se articula una crítica feroz a la religiosidad “trágica y fatalista”, así como a las condiciones económicas en que este pueblo sobrevive: “400 para el patrón, 4 para mí – el intermediario – y 5 para repartir entre los pescadores”, como expone el guión. Filmado enteramente en la playa de “Buraquinho”, literalmente “agujerito” cercano a Itapoava, Rocha prescinde de los grandes estudios y se vale de la naturaleza del lugar para ambientar la fábula, una naturaleza que, siempre plasmada en planos generales y medios, como corresponde a su intencionalidad de crear un “cine-verdad”, se contrapone a las prácticas empleadas hasta el momento en el cine paulista, acusado por los cinemanovistas de falsear escenarios y realidad a base de planos cortos. La ficcionalización verosímil de un sufriente “agujero” exótico contrasta con la total carencia de exotismo que emerge de la situación de explotación y misticismo religioso que arrastra a los protagonistas: un ejercicio de desmitificación y re-semantización del espacio en toda regla. 


 Revisada la idiosincrasia de la población negra de Brasil, Glauber Rocha sorprende, en su segundo y más famoso filme, Deus e o Diabo na terra do sol (1964), con la participación en otra de las mitologías nacionales concretizadas en el universo del sertao, lugar común en la literatura brasileña desde Euclides da Cunha hasta Guimaraes Rosa y que, dentro del Cinema Novo, quizá halle su cumbre en Vidas Sêcas (1963), una adaptación de Nelson Pereira dos Santos del libro homónimo de Graciliano Ramos. En el caso de Rocha, dos películas tematizan la problemática de la vida nordestina de Brasil: Deus e o Diabo y O dragão da maldade contra o Santo Guerreiro (1968). La primera, rodada en una época de promesas sobre una reforma agraria que nunca se materializará, fue nominada a la Palma de Oro en Cannes y realizada bajo el impulso de abierto rechazo a cierto tipo de westerns al estilo hollywoodiense de cuyo máximo representante es O Cangaçeiro (1953), de Lima Barreto. Deus e o Diabo se desarrolla sobre dos ejes narrativos, según expone Víctor Amar: el misticismo y la violencia (¿acaso no será sólo uno?). De un lado, el filme narra la adhesión del vaquero Manoel (Geraldo del Rey) al Beato (Lídio Silva), representante del sebastianismo, corriente mesiánica ligada a la desaparición del rey portugués Sebastiao en el siglo XVI; de otro lado, la unión del protagonista a Corisco, (Othon Bastos), el cangaceiro de las tierras que hace frente a los poderes locales.  Entre un eje y otro se sitúa António das Mortes (Maurício do Valle) como unión de estas dos esferas, un sicario, un jagunço, “matador de cangaceiros” en principio, hasta que acepta asesinar al Beato por encargo de un cacique de la zona y por el que parece ser el cura, representante oficial del cristianismo, que se está viendo sustituido por la filiación que suscita el sebastianismo. En este cuadro se desarrolla una contienda entre la alianza oficial del poder político y el religioso y sus incómodos espejos análogos cristalizados en el cangaceiro y el mesianismo. Tal como ocurriera en Barravento, Rocha parte de una situación nacional de desigualdad para desarrollar su historia, si bien en este filme se contempla ya a un director maduro que utiliza las más variadas fuentes (desde el cine de neovanguardia europeo hasta el japonés, pasando por la literatura de cordel) para ofrecer al público una espectacular película que termina con la significativa sentencia musicada: “a terra é do homen, nao é de Deus nem do Diabo”. 

Terra em transe (1967), su siguiente obra, es ya un filme rodado en dictadura, aunque anterior al Acta Institucional número 5 que radicalizó sobremanera la restricción de todo tipo de libertades dentro de dicho régimen. Si bien algunos críticos han visto en ella la iniciación al tropicalismo, tendencia de la última fase del Cinema Novo, por situar la diégesis en el país imaginario “El Dorado”, Terra es más una alegoría política de una nación en decadencia dentro de la cual lo “tropical” constituye un motivo circunstancial y metafórico y no un estandarte. La película narra la turbia situación histórica de un país cuyo gobierno se disputan dos fuerzas políticas que luchan entre ellas – el gobernador Vieira (José Lewgoy) y Porfirio Díaz (Paulo Autran) –, mientras que otros actantes, a favor del primer o del segundo bando, intervienen en el proceso de dominación: la Explint (Compañía de Explotaciones Internacionales) y los medios de comunicación, al mando de Julio Fuentes (Paulino Garcindo). Entre Vieira, representante del populismo y la demagogia, y Díaz, conservador y católico a ultranza – siempre con un crucifijo en la mano, simbología del colonialismo pero también de cualquier tipo de experiencia religiosa alienante – se encuentra Paulo Martins (Jardel Filho), un poeta, el protagonista, incapaz de configurar su posición ideológica, infeliz y crítico con su condición de intelectual acomodado: “gente como nosotros, burgueses, débiles”. Junto a él, Sara (Anecy Rocha), de su mismo rango social pero menos indecisa, apuesta por el control del poder por parte de Vieira y arguye: “la plaza es del pueblo como el cielo es del cóndor”. 


Rocha se sirve esta vez de la capacidad recordatoria del protagonista Paulo para abandonar el orden cronológico de otros largometrajes anteriores y contar la historia mediante analepsis narrativa, como no podía ser de otro modo: el flash-back se debe a que el autor está volviendo a 1964, el comienzo de la dictadura. Alejado del gusto por los exteriores, Rocha utiliza escenarios suntuosos para sus fines críticos, por ejemplo: el palacio de Díaz que es, en realidad, el teatro municipal de Sao Paulo, donde se celebró la archiconocida Semana de Arte Moderna de 1922. En contraposición abierta también a otros filmes, aquí los diálogos son complejos, crípticos, y los discursos de Paulo, enteramente poéticos, constituyen a veces indescifrables monólogos interiores. No obstante, Rocha no sólo se vale de la poesía para el habla de ciertos personajes, sino que construye la acción con técnicas plenamente vanguardistas: la mirada a cámara; la elaboración del encuadre; la lentitud o rapidez del montaje según la secuencia lo requiera; la inclusión de otros géneros fílmicos (documentales) en la película; la escenografía ostentosa burguesa que contrasta con la tierra seca en la que se filma el pueblo; el uso estratégico de la música, que va desde la samba hasta el jazz pasando por la ópera, según a qué estrato socioeconómico se aplique. En general, el sonido se convierte en un personaje más y sirve también para escenificar la lucha entre poderes en la secuencia en que Paulo y Díaz luchan a ritmo de ópera y percusión de metralletas integradas en la misma escena. La batalla, entre el intelectual y el político, entre burguesía letrada y dictador, adquiere una singular relevancia respecto a la ausencia que representa: el pueblo no está presente en ella, como atestigua otra de las escenas, en que al habla de éste se le niega el sonido. 


Esta película constituye probablemente el cenit de la producción cinematográfica de Rocha antes de que el autor decidiera exiliarse de forma voluntaria en Chile, en Portugal o en España. Sin embargo, su preocupación política por el funcionamiento del mundo transciende las fronteras de Brasil y, si bien se centra en una problemática latinoamericana, deja lugar a interpretaciones más globales si se considera que Rocha retoma el tema dictatorial en la España de Franco, lugar donde realiza Cabeças Cortadas (1970) saltando la censura gubernamental mediante la presentación de un guión inocente sobre Macbeth, de Shakespeare. Como él mismo declaró en una entrevista, su visita a España se corresponde tanto a un interés por el arte del país en general como, sobre todo, a una avidez de conocimiento por la raíz del colonialismo que por razones geográficas tenía más cercano, el latinoamericano, al mismo tiempo que reconoce en España la semilla de una civilización de la que forma parte, la ibérica. Pudiéndose criticar esta postura con la razón de una obvia genealogía descentrada – fruto del iberismo ensayístico de, entre otros, Gilberto Freyre – lo cierto es que Rocha transciende las barreras nacionales en su preocupación popular y, a través del cine, ofrece al espectador una síntesis de la denuncia de la desigualdad de clases, el racismo y la alienación religiosa. En general, contra las posibilidades frustradas de emancipación del pueblo, Rocha erige un cine comprometido con la realidad de los de abajo, vanguardista en las formas y popular en la materia, en que el hambre, como en el título de su ya citado manifiesto, será el motivo transversal de su mirada, hilo conductor de matiz desgraciadamente global que continúa de plena actualidad. 

Azahara Palomeque Recio.

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