Fabiano, Vitória, sus dos hijos y Baleia, la perra (sí, eso es, animal acuático en el desierto), caminan por la caantiga. Se acercan poco a poco a la cámara, que los capta casi sin movimiento desde un plano general en el que apenas se les ve, hasta enfocarlos en plano medio. Baleia se adelanta y es el primer personaje que el espectador observa, como un guiño del autor al cuento de Graciliano Ramos, el que dio lugar a la novela. Mientras todos caminan, un ruido estridente extradiegético aturde al espectador, chirría, como toda la secuencia. Tres minutos y medio de plano inicial anuncian una película diferente, lenta, con una historia verosímil en la que lo que menos importa es entretener. El sertao, ya explotado en la literatura, es llevado a las pantallas de la mano de un filme que expone lo que pueda tener de estético el hambre en su plenitud. La primera frase de la película ya se refiere a la subnutrición de la familia: “tampoco servía para nada, ni sabía hablar”, espeta Vitória, mientras asa un papagayo en una fogata improvisada para alimentar a los suyos.
Sin embargo tal cama no llegará por varias razones: el propietario de las tierras no les paga lo que debe y Fabiano gasta lo poco que ahorran en cachaça y juego en el pueblo, cercano a la hacienda que habitan los protagonistas. Fabiano, un macunaímico “héroe sin carácter”, no es capaz de negarse a las proposiciones lúdicas del policía que lo acabará trasladando a una celda donde es torturado. El pueblo se presenta así como un lugar amenazador, pero no opuesto al campo: la vida, en cualquiera de sus esquinas, es seca. Mientras Fabiano permanece en la celda, un desfile ocurre fuera: la población está en fiesta, en una procesión alguien se disfraza de vaca – símbolo de la principal fuente económica del sertao – y los otros le siguen, rindiéndole homenaje. Planos medios de este ambiente festivo, aderezado con música popular, se cruzan con primeros planos de gente anónima, que asiste a la función: son las briznas de neorrealismo, de costumbrismo en el filme, mientras Fabiano rabia de dolor en la celda. El objetivo se acerca a su rostro varias veces, la luz de una candela improvisada por su compañero de prisión, un cangaceiro, torna la secuencia aún más dramática: de nuevo el tenebrismo inunda la pantalla, en la que nunca aparecieron luces medias.
Vidas Sêcas es un filme molesto, incómodo, como arena en los zapatos o en el plato de comida. Rocha resume la actitud de un hipotético espectador, que “se aburre con ese Fabiano inútil en la pantalla” y “rechaza seguir el movimiento que el film le obliga a hacer para comprender que Fabiano no vive en el mejor de los mundos, y que, para que Fabiano pueda cambiar, es necesario que él y los demás cambien el mundo”. En Vidas Sêcas se acabaron los westerns de vaqueros felices, se terminaron los exotismos: el hambre es el hilo conductor que, como aseverarían Robert Stam y Randal Johnson, “caracteriza no sólo la estética y el sujeto de la película, sino también sus métodos de producción”.
- Madre, ¿qué es el infierno?
Tras este parco diálogo, el chico sale fuera de la choza – la luz del plano quema la imagen -, se tumba en el suelo. A continuación una serie de planos subjetivos del paisaje seco, las vacas, el tejado, acompañan la repetición de palabras del niño: “infierno”, “aspecto caliente”, “lugar ruin”. Seguidamente, el crío se tumba en la caantiga, gira su cabeza y el plano pierde la estabilidad que otorga la línea del horizonte para ofrecer al espectador la choza volteada 90º: la visión del niño, un mundo torcido. El espectador, lejos de ser voyeur, vuelve a participar. Reina en el plano el “aspecto caliente”, que perseguirá los protagonistas hasta sus últimos minutos filmados.
En la secuencia última, después de que Baleia haya sido asesinada por Fabiano porque, como cualquier otra vida, ésta se rige por su funcionalidad: “no servía para nada”, los cuatro caminan como al principio, buscando un lugar mejor, con los objetos personales a cuestas, “huyendo que ni los bichos”, en palabras de Vitória. El filme termina prácticamente como empieza, se amalgaman la “mudanza” y la “fuga” de Graciliano Ramos. El desplazamiento no significa meta sino transcurso: una larga caminata sorda y tórrida, con el mismo estertor estridente del comienzo, pone fin a una historia circular, el eterno retorno del hambre, la espiral cegadora.