miércoles, 29 de junio de 2011
La Vergüenza en Los silencios del palacio de Moufida Tlatli
Una pluralidad de silencios inunda el espacio cerrado del palacio del Bey, el mismo título de la película de Moufida Tlatli nos lo indica. Estos silencios complejos son actos de omisión, de autocensura, remordimiento y vergüenza. Es el dolor inconfesable de sus protagonistas, la experiencia interior fracturada y violentada por aquello que resulta imposible decir, explicar o demandar. Tlati nos describe en imágenes unos silencios muy precisos, los de las mujeres del palacio y en específico los de la clase social más baja: las sirvientas. Alia es la hija sin padre de una de las más bellas entre las sirvientas. Su adolescencia estará marcada por el reconocimiento del rol de su madre dentro del palacio y de la herencia que este rol le otorga. Tal binomio madre/hija resulta el eje del relato fílmico y es a partir de éstas que se construye una metáfora intimista acerca de la posición de la mujer en la sociedad árabe tunesina.
Igualmente, la experiencia adolescente de Alia coincide con la revolución que libero a Túnez del dominio político francés y esto nos permite examinar la situación de la mujer posterior a la liberación. De hecho, es a través de “flashbacks” como se construye la historia. Diez años después de los sucesos, Alia hace un ejercicio de memoria durante el funeral de Syd Ali, su presunto padre, que le revelará muchas verdades de su vida y de la vida de su ya difunta madre.
Paradójicamente la película abre con un primer plano de Alia cantando junto a una orquesta. Su canto es intenso y pasional, sin embargo, una vez termina la canción, reconocemos un contraste entre su vida de cantante y su vida personal con la adopción de un hermetismo ante el encuentro de su compañero sentimental Lofti. Alia esta embarazada y la posibilidad de un aborto parece ser la única salida para continuar en la relación. Descubrimos que Lofti no esta dispuesto a casarse con ella debido a que Alia es cantante y esto representa una deshonra para él y su familia.
Luego de la revolución, el estado de la mujer en la sociedad sigue siendo igualmente limitado. Ella, al asumir el rol de cantante asume una posición socia baja considerada casi como a las de las prostitutas. Se resalta entonces, el lugar del cuerpo femenino como un espacio de conflicto y censura. La carga del cuerpo deviene sufrimiento, el cuerpo es responsable de los sentimientos trágicos de vergüenza que muestra la película. Este primer silencio: el del hijo por nacer, esconde la posibilidad prohibida de asumir el cuerpo maternal, además de cumplir la función de reconectar a Alia con sus otros silencios, aquellos vividos en el palacio, los relativos al sexo y al cuerpo femenino como objeto del deseo manipulable. Es en este momento cuando los recuerdos de su toma de conciencia sexual la unirán con la figura problemática de su madre. Como nos dice la propia directora en la entrevista realizada por Laura Mulvey:
“It’s only by absorbing herself in her memories of her mother that Alia can understand Khedija’s courage and the extent to which she had struggled on Alia’s behalf, and in fact the extent to which she had been a liberating force”.
El filme trabaja la reconciliación con el recuerdo materno y la difícil expulsión de los fantasmas traumáticos que dificultan las paces consigo misma.
En las primeras escenas en el palacio, vemos a Alia circulando por entre los dos mundos delineados y demarcados: el de los príncipes y el de la servidumbre. En la película de Tlatli, estos dos mundos responden igualmente a una división de los sexos, el mundo del poder, que evidentemente se encuentra en los salones de arriba, es un mundo dominado por los hombres y por un sistema de reglas patriarcales, las mujeres de este mundo oficial aparecen en el filme como figuras de relleno, sumisas y poco deliberantes. En el otro polo, el de abajo, se localiza la servidumbre compuesta en su mayoría por mujeres que además de hacer la limpieza y cocinar se encargan de sublimar con sus cuerpos, los deseos sexuales callados de los príncipes. Como nos indica la teórica y psicoanalista Julia Kristeva en su libro Poderes de la perversión:
“...por diferentes que sean las sociedades donde las interdicciones religiosas, que ante todo son interdicciones de comportamiento, protegen de la impureza, en todas partes se comprueba la importancia simultáneamente social y simbólica de las mujeres y en particular de la madre. En las sociedades en donde ocurre, la ritualización de la impureza está acompañada de una gran preocupación por establecer una división de los sexos, lo cual significa dar a los hombres derechos sobre las mujeres”.
Esta división de los sexos establece con precisión como la mujer es ante todo un ente de sumisión total a expensas de los despilfarros carnales de los príncipes. Su posición es la de higienizar el espacio, alimentar, divertir y ceder ante los embates sexuales de cualquier hombre del palacio. Alia es producto de algún embarazo no esperado de Khedija, una de las mujeres más hermosas de la servidumbre y por tanto, una de las más traumatizadas con su cuerpo (como una de sus crisis nerviosas luego de caer embarazada, nos lo indica). Reproducirse representa un trauma para todas estas mujeres inferiores en casta, significa el abandono de sus amantes, además de la evidencia vergonzosa del adulterio de los príncipes. Es por esta razón que el nombre del padre de Alia es inexistente, la vergüenza que este dato significaría para su progenitor un ataque para su poder. Esta incognita produce en Alia un sentimiento de misterio y curiosidad. Ella desea, como todo adolescente, establecer puntos claros de identidad y origen, pero el silencio que abarca el evento de su nacimiento la llena del vacío de la no-procedencia y la sumerge en un destino de mujer anónima como ha sido el de su madre.
Aunque por sus buenos tratos, Alia sospecha que Syd Ali es su padre (lo que la llena de alegría), una comunicación honesta parece serle prohibida. Esa información se mantendrá censurada por todos. Alia entonces deberá inmiscuirse en el mundo prohibido y escondido al cual esta sometida Khedija y desde ahí establecer para sí los lazos de identificación que busca. Su madre será tanto una figura de atracción como de repulsión de acuerdo a los límites que trazan sus circunstancias de mujer servil: por un lado Khedija tiene un acceso mayor al aréa de arriba del palacio, gracias a su relación con Syd Ali, lo que le permite involucrarse más en las actividades y festividades que suceden, sin embargo al tener que someterse al dominio físico masculino le ocurren momentos horribles que le resaltan su impotencia y sumisión psíquica y física como mujer. Este es el caso de la violación por el hermano de Syd Ali: violación que por más vergonzosa que fuera, debe callar e incluso hacer como si nunca ocurrió. Alia, mientras alimenta su imaginario con la vida de su madre, reacciona tanto con empatía y emulación como con repulsión a estas distintas instancias, como cuando se maquilla como Khedija frente al espejo y parecería estar dispuesta a ser su sucesora, o por el contrario, cuando luego de presenciar la violación cae en un estupor tal que se enferma misteriosamente con jaquecas increíbles.
Su naciente deseo sexual se va adaptando a las vivencias de su madre con los hombres del palacio, creándole una gran confusión en cuanto a su relación con el joven Lofti. Por momentos ella se siente muy atraída por él y en otros le aterra la idea de dejarse tocar, todas sus escenas juntos dan muestra de esto, incluso él llega a reclamarle por su confusión. Sin embargo, Lofti significa para ella, en un principio, el despertar de la conciencia tanto sobre la política nacional y el conflicto de liberación, como también sobre su posición como mujer dentro del palacio. Lofti siendo revolucionario la incita a liberarse y a adoptar en la música la voz que con tantas ansias desea salir. Como nos dice Moufida Tlatli: “She begins to believe that if the country can be freed then she too will be. She believes him when he tells her that she will be a great singer”.
Precisamente es en la música donde Alia logra desahogarse del ambiente de tensión y silencio que la rodea en el palacio. La película construye su crecimiento musical metafóricamente de acuerdo a su propio proceso de liberación. “The lute becomes her fetish/companion. Whenever she can’t comunícate with the grown-ups, she takes refuge in the attic with the lute she has made for herself”. Al principio solo puede cantar y tocar el laúd prestado de la hija legítima de Syd Ali, su voz todavía esta muy cruda aunque ya da indicios de su potencial, demostrando que aún no le permiten participar plenamente del mundo de “arriba”. Luego, según se empieza a relacionar con Lofti y experimentar el deseo sexual, propio y/o ajeno a través de Khedija, su voz empieza a salir con bríos nuevos llamando la atención de los hombres del palacio. Su madre quiere evitar esta evolución por que teme que Alia se convierta en lo que ella ha sido. Esto causa una herida grande en la relación madre/hija que no se resuelve hasta que Khedija decide regalarle su propio laúd, aceptando el papel de la música en el bienestar de Alia. Al tener la comprensión de su madre y obtener su propio instrumento Alia puede desarrollar a fondo su talento, dando pie a su transformación como cantante de los príncipes y nuevo objeto de deseo. Se establece entonces el vínculo entre el arte y la sexualidad. Alia como cantante pasa a ser un objeto de entretenimiento y sensualidad para los hombres del palacio. Esta mutación de Alia le resulta terrible a Khedija que ante un nuevo embarazo no deseado, le resulta insoportable traer al mundo otro ser hacia ese destino que Alia parece haber asumido también. Su aborto le ocasionará la muerte, irónicamente coincidiendo con el canto de lucha de Alia (el himno revolucionario) durante la boda, cuando Alia destruye su rol de seductora asumiendo la voz de la liberación.
Diez años después, Alia, ante la posibilidad del aborto reconoce que su vida a pesar de las esperanzas que en algún momento tuvo, se ha convertido vergonzosamente en la de una mujer sometida a las mismas normas que causaron tanto sufrimiento silencioso a Khedija. Su decisión de tener el hijo se convierte en una nueva protesta contra los ordenes y prejuicios patriarcales que la someten en este caso por Lofti que con el tiempo resulto ser igual de conservador que sus antecesores.
Moufida Tlatli trabaja en su filme un paralelismo entre el silencio y la vergüenza femenina. Aquello que es callado y censurado corresponde totalmente con los hechos más ignominiosos de sus protagonistas. Toda la información nos llega subliminalmente con un esmero subterráneo poético. Mediante los personajes de Alia y Khejida, Tlatli construye una metáfora social de la mujer tunesina bajo el sistema aristocrático de los Beys. Su tratamiento del silencio establece nuevos lenguajes corporales y de miradas que buscan comunicar la vergüenza o la protesta ante ella, en cada gesto, en cada omisión de la palabra.
martes, 21 de junio de 2011
Si esto es un filme: Barravento, de Glauber Rocha
Guión: Glauber Rocha, José Telles de Magalhaes, Luiz Paulino do Santos. /Argumento: Glauber Rocha, Luiz Paulino do Santos. /Fotografía: Tony Rabatoni. /Montaje: Nelson Pereira dos Santos. /Música: Washington Bruno e Baratinha. /Productora: Iglú Filmes./Reparto: António Sampaio Pitanga, Luiza Maranhao, Aldo Texeira, Lucy Carvalho, Lídio Cirillo dos Santos, José Telles, Rosalvo Plínio, Alair Liguori, Antonio Carlos dos Santos. /Premios: Mejor dirección en el Festival Internacional de Karlovy Vary (1962), antigua Checoslovaquia.
No litoral da Bahía vivem os negros pescadores de ‘xareu’ cujos antepassados vieram escravos da África. Permanecem até hoje os cultos aos Deuses africanos e todo êste povo é dominado por um misticismo trágico e fatalista.
Aceitam a miséria, o analfabetismo e a exploraçao com a passividade característica daquêles que esperam o reino divino.
‘Yemanjá’ é a rainha das águas, ‘a velha mae de Irece’, senhora do mar que ama, guarda e castiga aos pescadores.
‘Barravento’ é o momento de violencia, quando as coisas de terra e mar se transformam, quando no amor, na vida e no meio social ocorrem súbitas mudanças.
Qué mejor introducción a este filme brasileño (1961) - que forma parte de nuestra saga de reseñas sobre Cinema Novo - que la que realiza su propio director en el comienzo de la obra. Barravento, vocablo que proviene de una equivocación lingüística del término marítimo "barlovento’" es también - puede ser, quién sabe - una película, rodada en una época en que el movimiento empieza a desprenderse de su estado embrionario, que revela, ya desde su comienzo, más de lo que erra.
Filme comprometido, filme social (¿acaso no lo fueron todos los de Glauber?) narra la historia, en riguroso orden cronológico, de Firmino (António Pitanga) que llega de la ciudad a un poblado bahiano de pescadores para intentar inculcar a la población rural los valores que él ha aprendido durante su estancia en la urbe. Firmino, contrario a las supersticiones correspondientes al candomblé que practican los aldeanos, intentará luchar contra éstas – no sin dificultades – y demostrarle a la población que ni la pesca depende de Yemanjá, ni Aruá (Aldo Teixeira) ni Naína (Lucy Carvalho) son hijos ni protegidos de ésta, la diosa del mar en la mitología orixá afro-brasileña. En torno a este argumento se articula una crítica feroz a la religiosidad “trágica y fatalista”, así como a las condiciones económicas en que este pueblo sobrevive: “400 para el patrón, 4 para mí – el intermediario – y 5 para repartir entre los pescadores”, como desvenda el guión.
Los pescadores, dominados por patrones dueños de la redes, trabajan a destajo para conseguir sobrevivir, viendo cómo el resultado de su pesca se desliza hacia las manos de otros y arriesgando incluso su vida cuando se ven obligados a pescar en balsas y a mano porque la vetusta red de la que disponen no es renovada por el patrón: se les cuela la existencia por un tamiz desgarrado. Glauber Rocha, su autor en el sentido aclamado por Cahiers, realiza un trabajo con influencia visible del neorrealismo italiano para dar cuentas de estas injusticias. Filmado enteramente en la playa de “Buraquinho”, literalmente “agujerito”, cercano a Itapoava, Rocha prescinde de los grandes estudios y se vale de la naturaleza del lugar para ambientar la fábula, una naturaleza que, siempre plasmada en planos generales y medios, casi en estado salvaje, se contrapone a las prácticas empleadas hasta el momento en el cine paulista, acusado por cinemanovistas y vanguardias de falsear escenarios a base de planos cortos. El reflejo verosímil de un sufriente “agujero” exótico contrasta con la total carencia de exotismo que emerge de la situación de explotación y misticismo religioso que arrastran los protagonistas: un ejercicio de desmitificación y re-semantización del espacio en toda regla.
Glauber bebe también de las fuentes galas y filma con la cámara en la mano, porque, como él mismo afirmaría “es estéticamente más sugestivo, abre nuevos horizontes del movimiento, es más rápido y más barato.” Elimina los fundidos y se vale del corte brusco entre planos en su anhelo de conseguir, en sus palabras, “un cine-verdad”. En algunos momentos, como cuando Naína (supuesta hija de Yemanjá) entra en trance en las distintas ceremonias de candomblé, el montaje se torna completamente esquizofrénico: rápidamente se suceden planos desiguales (cortos, medios y generales) de las viejas santeras danzando, de un negro que toca el tambor, de Naína y de pollos y peces muertos. Entre ellos, se intercalan primerísimos planos del rostro de Naína, perturbador y perturbado, desencajado, con una expresión que se debate entre el espanto y la pérdida de conciencia. Este rostro, níveo, exangüe, enteramente blanco, se alía en un claro movimiento tenebrista con el negro del fondo: imagen que recuerda a la estética fílmica bergmaniana, cinco años antes de que, por ejemplo, Persona se estrenara. Por otra parte, el ritmo caótico de los planos en este tipo de secuencias, junto el modo de yuxtaponerlos que emplea Rocha y la novedad sintética resultante se relaciona íntimamente con los postulados del montaje de Eisenstein: todo un ejercicio de historia cinematográfica puesta al servicio del agitado Brasil de los sesenta.
Pero no queda ahí la antropofagia de Glauber, no radica sólo en su técnica devoradora y calibrada, sino también en los tópicos utilizados. Barravento es una iniciación al género de la “película negra”, como él mismo declaró en su día, rescatadora de tradiciones y cantos derivados de un pasado de esclavitud (como la “samba de roda” o la capoeira), que aboga por el exotismo, por el “selvavirgismo” en los paisajes y el erotismo en la negritud femenina (encarnado en Cota – Luiza Maranhao, que muestra su anatomía desnuda frente a Aruá y al espectador) y estudia – mientras denuncia y desmitifica– el modo de vivir y de ser de un parte de la población bahiana, la que corresponde al “Brasil criollo” que ha sido descrito por el antropólogo Darcy Ribeiro. No obstante, Glauber no es sólo director, autor, documentalista… sino también un gran poeta.
Aproximadamente en el ecuador del filme, Rocha narra hábilmente dos secuencias que ocurren simultáneamente: los pescadores que penetran en el mar en sus jangadas (balsas), y las viejas santeras que efectúan sus danzas rituales. Unos y otros planos se suceden como acontece en las mejores rimas en versos alternos. El ritmo naciente de paralelismos visuales rocheanos – pescadores-viejas, pescadores-viejas –, como líneas de engranado lirismo clásico – conforma un poema visual escrito con la pluma del montaje. Unos minutos más tarde, la cámara “se baña” con Cota en la playa, sigue sus movimientos, tiembla, baila con la mujer para, en la siguiente secuencia, alternar un zoom hacia ésta con otro aún más intenso hacia el rostro de Naína, poseída. Este tipo de correspondencia de imágenes, más que iluminar la “verdad” inherente a cada filme, según su autor, la poetizan. La oda continua: mientras Cota y Aruá hacen el amor en la playa, la hija de Yemanjá asiste a otra ceremonia religiosa. Los planos de una y otra escena se simultanean y se van acercando progresivamente al objeto filmado: al final, tras el que parece ser el climax de la pareja, la sangre de un pollo estrangulado en plano detalle cae sobre las cabezas de algunos de los asistentes al ritual – el orgasmo pía en su último suspiro.
Sin embargo, el cenit lírico de Barravento probablemente se encuentre en la secuencia de dos minutos y medio aproximadamente que muestra una tempestad que acontece en el poblado, causante de la muerte de uno de los pescadores, sorprendido en el mar por el temporal. En la escena, la cámara, como un personaje más, es sacudida frecuentemente por los enérgicos vientos contrariados: los planos pierden la estabilidad que otorga el horizonte, se alternan imágenes de tierra, mar y cielo con la desesperada carrera de Cota, seguida por un objetivo trémulo y veloz como sus propias piernas, llegando a recordar a las carreras del protagonista de Rashomón (1950). Los planos en sus distintos tamaños se suceden, el montaje es dinámico, turbio, la imagen, por veces, borrosa, los cortes presentan firmeza y brusquedad, varios travellings aumentan la sensación de movimiento… la verosimilitud está servida. Tras la tormenta, la calma, que se salda con un pescador fallecido y una secuencia de extrema tensión dramática en torno a los fallidos poderes de la religión, que no han conseguido evitar esta muerte.
Poco antes del final, las santeras caminan en fila, como panateneas afro-brasileñas, en honor al finado. La película concluye con una panorámica paisajística de casi 360º y dos planos finales. En el primero, que rompe con todas las normas hollywoodienses, la cámara encuadra a Aruá para irse alejando progresivamente, retirando zoom, captando cada vez más cielo y un puente cercano, hasta que de Aruá – que camina en el sentido contrario al que se mueve la cámara - únicamente aparece la parte trasera de cabeza en el encuadre, lo que conforma un traslapo inusual, que nada tiene que envidiar a las vanguardias europeas. El plano, lejos de acabar ahí, continúa su paseo fílmico por el puente que antes se nombró, en dirección a un faro, en forma de travelling: en total dura 59 segundos. El marco final del filme refleja el faro en contrapicado, mientras en una reveladora melodía, no se sabe si intra o extradiegética (puesto que se trata de un canto popular, que puede – o no – estar entonando el pueblo) alguien canta “Barravento”, mientras que un espectador desconcertado se interroga sobre lo que acaba de ver, según Rocha: “un filme impulsivo; es un filme de explosiones; es un filme de tensión creciente (…) espero que en el fondo sea un filme…”
Azahara Palomeque Recio.
miércoles, 1 de junio de 2011
El cine como turismo o las historias de una turista de cines Parte II
Febrero, Birmania (Myanmar)
Entramos a los cines en Yangon para escapar del calor. A mitad de tarde hay pocos lugares donde esconderse, y el maratón turístico exige descansos. Birmania es un país bastante aislado y menos occidentalizado que sus vecinos gracias a una infame junta militar y el embargo económico con el que se ha intentado presionarla desde el 1997. Sin embargo, gracias a esto conserva costumbres y estilos de vida que poco a poco han sido abandonados en otras partes de la región. La mayoría de la gente camina por la calle en faldas tradicionales, o longyis, y se pintan la cara con un polvillo amarillo llamado thanaka para combatir el sol. Es un país que parece congelado en el tiempo y que gradualmente se ha ido abriendo al turismo como mecanismo de supervivencia económica, permitiendo la entrada a los temidos ‘agentes externos’ de cuyas influencias advierte el gobierno en sus propagandas.
Mujeres carboneras con longyi y thanaka en el poblado de Amaranpura
Las salas están divididas por secciones con precios distintos, determinadas con un criterio incierto. Cuando nos dimos cuenta -en medio de una balacera entre Cobra y un ejército de asesinos supremacistas- de que había un ratón comiéndose las sobras del popcorn entre nuestras piernas, salí nerviosa y tímida a informarle al manejador del cine. El hombre amablemente entró a la sala conmigo y nos invitó a movernos hacia los asientos más costosos, en la parte de atrás. Nos colocamos cerca de un hombre que dormía y trepamos los pies sobre los asientos de al frente, en caso de que el ratoncito compartiera el privilegio y se moviera con nosotras.
Entre la risa y ligereza de lo absurdo de estas películas, un turista europeo a mi lado intentaba mandar a callar a una familia birmana que hablaba y se reía entre ellos durante la película hindú. Su indignación crecía con el tiempo y sus gritos y patadas por detrás del asiento se tornaban más violentos. Convencida de que la historia de la mujer serpiente y su serpiento torturado por un hombre con un tumor cerebral no requería de silencio para ser apreciada, mi furia se tornó contra él, contra la soberbia con la que los intentaba silenciar. Esta condescendencia autoritaria también se cuela cuando se abren las puertas al exterior, pensé. Es la misma actitud de turistas sexuales que se sienten filántropos cuando ofrecen su dinero a las jovencitas locales y de inversionistas extranjeros que explotan destinos turísticos para el disfrute exclusivo de unos pocos con la pretensión de que traen el progreso. Es la actitud de los que a estas alturas confunden subdesarrollo por inferioridad y se pasean con un aire peligrosamente similar al de sus ancestros colonos. Los volvería a encontrar una y otra vez.
Por este y otros momentos es que me parece importante preguntar ¿Qué puede revelar una visita al cine del país donde está?
Aquí puede encontrar fotos e historias de cines birmanos.
Marzo, Tailandia
Bangkok es la antítesis absoluta de Yangon. Tailandia, como ejemplo de desarrollo y supuesta estabilidad en la región, ha sabido jugar sus cartas astutamente a lo largo de la historia, protegiéndose de invasiones y guerras con acuerdos comerciales y militares que le permiten el guille de ser el único país de la región que nunca fue colonia. O por lo menos ese es el cuento que hacen. Con el crecimiento económico que esto ha posibilitado, la ciudad capital se ha convertido en un centro comercial gigante, donde las luces y la brillantez de las tiendas compite con la de sus majestuosos templos. Sin embargo, este modernismo y consumismo está conjugado con una cultura milenaria conservadora y tradicional, y una adherencia al rey cuyo cuestionamiento, por más mínimo que sea, es castigado severamente por ley.
Retrato del Rey Rama IX frente al teatro Alcazar, famoso por su espectáculo de transformistas
Frente a cada centro comercial, hotel imponente y hasta la tienda más humilde se alza un retrato del rey (a quien ni siquiera debería estar nombrando sin utilizar su nombre completo Su Majestad el Rey Rama IX). Su imagen se venera a un nivel que raya en lo ridículo; los billetes no deben ser pisados ni los sellos de correo lamidos porque llevan su rostro. Fue en uno de estos magníficos centros comerciales donde me encontré una noche viendo The Fighter, por eso de tratar de estar al día con lo que pasaba en el cine estadounidense mientras viajaba.
El cine es indudablemente el más moderno e impresionante que jamás haya visitado. Tiene su propio piso en el centro comercial, donde una enorme sala amueblada con sofás curvilíneos sirve de entrada. En ella se venden cervezas y otras bebidas, hay una heladería de Hagen Dazz, pantallas que proyectan cortos de las películas en cartelera, máquinas computarizadas para comprar boletos, y claro, puestos tradicionales de dulces. Los techos son altísimos, la iluminación suave y el aire acondicionado refrescante; la atmósfera es de lujo y comodidad. Aquí los asientos también tienen precios distintos de acuerdo a la localización en la sala, pero no hay forma de salir perdiendo. Lo más barato está a la altura de Fine Arts de Hato Rey y lo más costoso son sofás amplios en la parte de atrás que no quiero ni pensar en el uso que les deben dar los adolescentes tailandeses con calentura.
Esta exhuberancia y celebración de las glorias del mercado libre parecería un anuncio de las conquistas de un país que ha dado rienda suelta al capitalismo salvaje. Para aquellos que recuerdan un país más pobre y difícil, son casi un símbolo de orgullo, un templo más que visitar y adorar. Cómodamente sentada en una sala de cine más acogedora que cualquier habitación de hotel donde me alojé en este país, por poco me quedo gaga cuando un mensaje en la pantalla me hizo ponerme de pie y guardar silencio. Entonces apareció este video:
El himno real de Tailandia acompañado de imágenes heroicas del rey servían de antesala a la película, y el ritual de levantarse y rendir culto parecía un recordatorio de quién había posibilitado los lujos de esta sala, un “de nada” prematuro para que recordáramos dar gracias. Con un reinado de 65 años, el rey no tiene que promocionarse ni tener miedo a ser olvidado. Lo que parece pedir su imagen, desde cada esquina de la ciudad y en este video épico sobretodo, es que se rinda tributo a la monarquía antes de al billete y el desarrollo, que se respete esta institución anticuada antes de caer en el vacío de estos nuevos valores, que se retenga un balance entre lo viejo y lo nuevo, sin entrar en mucha discusión sobre los engaños de ambos. “Acuérdate que todavía hay gente en el campo que piensa que el rey hace llover” me decía siempre mi amiga Andrea.
En medio de estas contradicciones es que el país se vuelca al comercio, al derroche y la enajenación. La película muy buena, el helado delicioso, los asientos comodísimos, el centro comercial conveniente, el tren súper eficiente, la ciudad limpia, la gente amable. El país bien, gracias.
No es sorprendente entonces que en el furor de las protestas de las denominadas camisas rojas y amarillas el año pasado en Tailandia, uno de los hitos del conflicto terminara con la quema de un centro comercial, frente al cual murieron masacrados docenas de ciudadanos. El céntrico edificio está siendo reconstruido actualmente. El telón que cubre la construcción a lo largo de la acera celebra el amor y el rey, entre dibujos de corazones y conejitos.
Escenarios como este ameritan preguntarse ¿Qué significación puede tener el cine –como medio y como espacio- en cada país?
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Antes de finalizar creo que vale la pena discutir la condición de turista y sus limitaciones, para así matizar las observaciones de este artículo. Cuando pienso y uso el término todavía recuerdo como referencia esa escena de Fight Club en que Edward Norton acusa a Helena Bonham Carter de ser una turista en los grupos de auto-ayuda a los que ambos van porque se sienta a escuchar pero no participa. El turista está presente, observa, escucha, conecta pero no pertenece. Incluso formula teorías que nunca pone a prueba. Desarrolla su propia historia oficial, delimitada por el alcance de su experiencia, y no conoce otra verdad que ésta. Me parece importante establecer esto pues soy la primera en admitir la insuficiencia de mis encuentros como fundación para llegar a conclusiones amplias sobre el carácter de estos países. A fin de cuentas me valgo únicamente del momento que me tocó vivir y con eso dibujo mi idea de cada país visitado. En eso consiste mi verdad.
En la complicidad de una sala de cine se transparentan idiosincrasias locales en parte porque resaltan en el marco de un espacio y una situación familiar. Busco una experiencia conocida en otra parte del mundo y encuentro además los ritos y personajes que la codifican en este otro lugar. Se multiplican los mensajes por absorber e interpretar; la película en pantalla, la audiencia alrededor, el espacio de la sala, la ciudad esperando afuera, todos compiten simultáneamente por mi atención. El resultado es una doble exposición; un retrato capturado en dos horas. Aparecen los colores de un país ajeno y se deja entrever la verdadera magia del cine.