Le Havre (2011). Un muy articulado pero pobre limpiabotas, Marcel Marx (André Wilms), sin querer queriendo, se inmiscuye en una intriga para proteger a un niño africano (senegalés quizá) de las autoridades antiinmigración galas y así lograr que éste llegue sano y salvo a su destino, Londres. Rectifico: “Intriga” quizá resulte un término demasiado cargado, demasiado sexy y sugestivo; demasiado reminiscente de filmes que implican un alto grado de efectismo y suspenso.
Marcel, quien ha abandonado sus ínfulas de escritor, aunque no necesariamente su espíritu bohemio, vive una vida relativamente tranquila junto a su esposa Arletty (Kati Outinen) y a su leal can Laïka en un humilde aposento de la ciudad porteña Le Havre, Francia. Marcel hace lo que puede con el cambio que se gana en la calle y pide fiado a todos los buenos vecinos de su calle. Lo que Arletty no retiene, pues es ella quien administra las finanzas del hogar, se lo da para que se lo beba en alguna barra mientras ella cocina. Así las cosas, la mujer cae presa de lo que parecería ser una enfermedad terminal y procura que su ingenuo esposo no se entere de lo que sufre, negándole firmemente que vaya a visitarla al hospital. Arletty sabe exactamente lo que necesita Marcel para continuar viviendo y, podríamos intuir, para continuar soñando. Es entonces cuando el hado venturoso se encarga de cruzar el camino del solitario Marcel con el del fugitivo niño, Idrissa (Blondin Miguel).
En Le Havre no hay ningún enredo en particular. Es una historia directa; sin mucho adorno. A su director y guionista, el finlandés Aki Karismäki, poco le interesa reinventar la rueda. En el menú de Kaurismäki, la comicidad seca - de caracterización estoica y dialogo lacónico – y la austera puesta en escena son la orden de cada día. Y este filme es, en el mejor sentido, Kaurismäki en su máxima expresión. Pero también es más. En una época de cine bastante obsesionada con la víspera del mundo y de la humanidad que lo habita, Le Havre se propone como un cuento de inusitado optimismo, que reintroduce la fé en la auténtica solidaridad de los buenos vecinos, sin recurrir al sentimentalismo artificial – hasta vomitoso, si se me permite – que suele, por el contrario, contaminar las historias felices que últimamente ofrece el cine***.
{***Este dilema, que de manera tácita ha dividido tradicionalmente a los cinéfilos – pues quiérase o no, hay diferentes tipos de cinéfilo –, especulo, se puede resumir de la siguiente forma: (1) Por un lado el estigma del cine más “artístico”. Aquel cine que suele verse como el más serio e intelectualmente estimulante, es a la misma vez el que muchos ni vacilan ver bajo la razonable impresión de que es repositorio de las miserias del mundo. (2) Por otro lado el estigma de las historias felices. La felicidad retratada en el cine, a grandes rasgos, se ha vuelto para otros tantos cinéfilos una feria de artificialidad, cundida de seres vacuos, emociones acartonadas y resoluciones implausibles, irreales. Curiosamente me parece que el issue central es uno de tiempo; es decir, de cómo, consciente o inconscientemente, medimos la productividad del tiempo que empleamos viendo/viviendo otra historia. Por ende, en cualquiera de los dos casos un filme no deseado se convierte más que nada en una “pérdida de tiempo”. Pero bueno, el maestro Kaurismäki supera este dilema, pues se toma la historia feliz muy en serio.}
Kaurismäki… ¿el formalista informal?
Como buen conocedor de los tópicos estructurales de la cantera de cine narrativo de antaño, el prolífico director predica su cuento precisamente sobre clisés del cine melodramático clásico pero con el fin ulterior de agilizar el cuento que quiere contar. No significa esto que el filme ostenta el tono ni la estilización harto acostumbrados en un melodrama. Más bien, Le Havre utiliza los arquetipos maniqueos usualmente evidentes en la estructura narrativa melodramática – el héroe y su llamado al imperativo categórico, una enfermedad inexplicada (colapsos espontáneos, en algunos casos), el villano, entre otros – para insertar a su espectador en un lugar familiar e ir desmoronando precisamente esos lugares comunes.
Como buen semiólogo, además, Kaurismäki aplica su profundo conocimiento de los signos cinematográficos necesarios para connotar una situación a través del empleo mínimo de denotaciones. Así veremos cómo, por ejemplo, en una misma toma - un plano medio en el cual Marcel y otro personaje dialogan - para significar la llegada de la policía ni siquiera se recurre al montaje de un plano contraplano que demuestre los vehículos. Por el contrario, luego de un corte en edición, sólo se muestra a las caras de los personajes reflejando los faroles azules y suena una sirena que parece sacado de algún filme de los 50s, y ya queda sobreentendido que, además de haber llegado la policía, Marcel debe huir. A este efecto se destaca la ambientación creada por la iluminación y por los colores saturados de mano de la cinematografía de Timo Salminen, cuya colaboración regular con el director ha fijado el sello minimalista que permea el lenguaje cinematográfico de Kaurismäki.
Si se lanza una ligera mirada al detalle del afiche de el filme que encabeza este escrito, ya habrá podido el lector ubicar algunas piezas/signos claves del cuento. Además de los ya mencionados Marcel Marx y el niño Idrissa, se puede apreciar la amenaza que acecha más al fondo, cuya indumentaria a lo film noir no solamente alude a que el personaje es investigador, sino que, vestido de negro, posiblemente no represente nada positivo en la historia. Aquí, a grandes rasgos, radica la economía narrativa que distingue el cine de Kaurismäki tanto en forma como contenido – y quizá la explicación de por qué sus filmes raras veces exceden los 90 minutos. En este sentido, no hace falta trabajar un perfil psicológico del personaje para establecer su función en la historia ni repetir lo que ya sobre cien años de cine le han enseñado al espectador promedio. El investigador Monet (Jean-Pierre Darroussin), copia facsímil de lo que vemos en el afiche, siempre va vestido de negro y siempre, sin necesidad de que el diálogo redunde en torno a ello, se articula conspicuamente como el detective en la historia. Así como los anacrónicos detectives de Le samouraï (1967), de Jean-Pierre Melville, y el Phillip Marlowe que trabaja Robert Altman en The Long Goodbye (1973), el detective Monet es también una víctima tragicómica dentro del presente que habita, pues no haya lugar real donde alguna víctima o cliente precise de sus servicios. No por casualidad Monet manifiesta su descontento, ya que de la rama de homicidio adonde pertenecía antes, el gobierno lo ha relegado ahora a la inmigración ilegal, cosa que poco le interesa.
En la mejor tradición de la iconoclastia lúdica practicada por muchos de los cineastas de la nueva ola francesa de los sesenta, movimiento con el cual Le Havre también tiene deuda directa, lo que se transluce aquí no es otra cosa que la utilización de un arquetipo –seguimos con el detective – con la doble finalidad de establecer y desestabilizarlo. La falla tragicómica del detective, esa inexorable irrelevancia ante el mundo contemporáneo que él padece, se manifiesta en el hecho de que éste, decididamente, a lo largo de la historia y de su creciente interacción con Marcel, va perdiendo su estatus de malo malote de la película. De esta manera la idea de Marcel como antípoda de su “contrincante” también va perdiendo fuerza.
Confabulación de otro mundo posible
El guión de Kaurismäki no le da la espalda al mundo contemporáneo. Como queda establecido en una escena clave al inicio del filme, la violencia es rampante. En dichas circunstancias, el mundo qua marasmo ha reservado poco espacio para personas como Monet y como Marcel, cuyos sistemas de creencia, podríamos intuir, se hallan aún en el puerto seguro de los “metarrelatos” o “grandes narrativas”; ese cúmulo de discursos occidentales que de manera abarcadora y totalizante pretendían explicar el curso de los hechos culturales a través de la historia y que otrora el filósofo francés Jean-François Lyotard catalogara de insuficientes para expresar las contingencias de un mundo que abraza cada vez más la entropía. Seguiría, desde luego, que Monet ya no pueda subscribirse al honor: condición sine qua non del detective “hard-boiled” según postula Raymond Chandler en su archiconocido ensayo The Simple Art of Murder (publicado originalmente en 1944). Y por la misma vía iría entonces Marcel, cuyo estratégico apellido, debo recalcar, no es otro que Marx.
¿Desde dónde puede, entonces, articularse el optimismo? En resumen, desde el nódulo de la presencia del niño fugitivo. Idrissa funciona como el point de caption (también llamado quilting point) de la historia; el punto desde donde, siguiendo el comentario ideológico lacaniano de Zizek, se fijan todos los significantes flotantes para forjar la identidad de un campo ideológico. Puesto en otras palabras, en un mundo, de nuevo, tan falto de estructura para con personajes como Marcel y Monet, Idrissa se figura como el centro que permite la reinserción de un campo ideológico donde la solidaridad no es ya mero recuerdo, sino una fantasía o efecto real. (Cabe señalar que para Zizek la ideología se construye como una fantasía, lo cual no impide que ésta ciertamente tenga efectos concretos sobre la "realidad" con 'r' minúscula.)
Cabe señalar que el gran héroe de la película no es exclusivamente Marcel Marx. Son todos los vecinos de Le Havre, quienes, a la vista de Idrissa, se suman a la confabulación del cuento de su salvación, en el cual la solidaridad y hasta el milagro son posibles.