Glauber Rocha, ya consagrado en el panorama cinematográfico internacional gracias a Deus e o diabo (1964), compone ahora un filme que revisa los patrones políticos y sociales de la época próxima al golpe militar de 1964. Terra em transe (1967), complejo, con una fuerte resemantización de la técnica de Godard, porta la marca de autor. Se trata de una película totalmente alegórica, llena de símbolos y de guiños, a través de la que Glauber narra la turbia situación política de un país imaginario, Eldorado – que es Brasil pero abarca un espectro simbólico más amplio – cuyo gobierno se disputan dos fuerzas políticas que luchan entre ellas – el gobernador Vieira (José Lewgoy) y Porfirio Díaz (Paulo Autran) –, mientras que otros actantes, a favor del primer o el segundo bando, intervienen en el proceso de dominación: la Explint (Compañía de Explotaciones Internacionales) y los medios de comunicación, al mando de Julio Fuentes (Paulino Garcindo).
Entre Vieira, representante del populismo y la demagogia, y Díaz, conservador y católico a ultranza – siempre con un crucifijo en la mano – se encuentra Paulo Martins (Jardel Filho), un poeta, el protagonista, incapaz de configurar su posición política, infeliz y crítico con su condición de intelectual acomodado: “gente como nosotros, burgueses, débiles”. Junto a él, Sara (Anecy Rocha), de su mismo rango social pero menos indecisa, comprometida, apuesta por el control del poder por parte de Vieira y arguye: “La plaza es del pueblo como el cielo es del cóndor”. Paulo, criticado duramente desde la cámara como miembro de la élite intelectual del país que piensa pero no actúa, que critica pero no es capaz de abandonar su propio estatus aburguesado, será el eje conductor de la historia, narrador intra y homodiegético.
Rocha se sirve esta vez de la capacidad recordatoria del protagonista para abandonar el orden cronológico de otros largometrajes anteriores y contar la historia mediante analepsis narrativa (no podía ser de otro modo, el flash-back se debe a que el autor está volviendo a 1964). También desdeña los espacios naturales, que sólo aparecen en perspectiva aérea para situar Eldorado en mitad de una vegetación que rebosa frondosidad, cercana al mar. Alejado del neorrealismo, utiliza escenarios suntuosos para sus fines críticos, por ejemplo: el palacio de Díaz es, en realidad, el teatro municipal de Sao Paulo, donde se celebró la archiconocida Semana del 22. En contraposición abierta también a otros filmes, aquí los diálogos son complejos, hasta crípticos, y los discursos de Paulo – a veces monólogos interiores - enteramente poéticos, recuerdan a los de algunos protagonistas masculinos de películas de Godard. Las secuencias de amor, marcadas por las miserias intestinas de los personajes, poseen la huella de Antonioni.
Más allá de los modos fagocitados por Rocha, ésta es una película original, cargada de lirismo, bien brasileña (o bien latinoamericana, si se quiere), que vuelve la vista a la etapa justo anterior a la dictadura y propone una visión única del panorama de reformas frustradas propuestas. Por otra parte, es un filme visionario, pues adelanta ciertos acontecimientos, anecdóticos mas significativos, que estaban por llegar, por ejemplo en la escena en la que Don Porfirio sostiene un crucifico. Ello lo cuenta Avellar:
En octubre del año 1968, año y medio después del estreno de Terra em transe, los periódicos publicaban una foto del mariscal Costa e Silva, entonces al frente del gobierno, con un crucifijo entre las manos. Y en diciembre de 1968 el Acto Institucional número 5 repetía casi palabra por palabra el discurso final de Don Porfirio Díaz. El poder había decidido dominar la tierra, poner en orden las tradiciones. (…) entre el cine y la realidad existe precisamente este intercambio de informaciones e influencias.
Mas allá de lo puntual, en Don Porfirio se materializa, alegóricamente, buena parte del componente dictatorial latinoamericano (la otra parte será Vieira), que agarra en las manos un símbolo de dominación histórico desde la época colonial: la cruz cristiana.
Terra em transe expone sin tapujos una realidad social vergonzosa: Sara y Paulo, acongojados ante fotografías de “niños sin escuela, hospitales llenos”, discutirán de política entre vino y risas con Vieira; éste, supuestamente comprometido, se introduce en el jolgorio popular, con un niño negro en brazos, para luego no ser capaz de condenar al asesino de uno de los miembros de ese pueblo, subdesarrollado, por haber financiado parte de su campaña promocional; Paulo, ante su impotencia en la política, se refugia en fiestas orgiásticas con múltiples mujeres a ritmo de jazz. Mientras tanto, el pueblo, abajo, aguarda una respuesta. Rocha, convertido ya en maestro de la cámara, resume en una panorámica el efecto que ese colectivo desnutrido provoca en la élite burguesa: el objetivo recorre una plaza abarrotada de miembros de la clase baja que portan carteles y pancartas. Se les ve, pero no se les oye: el sonido ha sido eliminado de la toma. Asimismo, en uno de los actos populistas de Vieira, Paulo tapa literalmente la boca a uno de los representantes del pueblo. En otra secuencia, cuando un miembro de la masa popular decide hablar en nombre propio, sin que intermedie un sindicalista, es reducido por las autoridades y llamado “extremista” tras pronunciar esta frase, mirando a la cámara en una clara apelación al espectador: “El pueblo soy yo, que tengo siete hijos y no tengo donde vivir”.
Se comprueba, así, que “la fuerza liberadora no viene verdaderamente de lo registrado, sino de la manera de registrarlo, viene de los procesos cinematográficos (...)" (Avellar). Glauber no sólo cuenta con un guión lírico, alegórico, sino que construye la acción con técnicas plenamente vanguardistas: la mirada a cámara, la elaboración del encuadre, la lentitud o rapidez del montaje según la secuencia lo requiera, la inclusión de otros géneros fílmicos (documentales) en la película, la escenografía ostentosa burguesa que contrasta con la tierra seca en la que se filma el “pueblo”, los planos de personajes de espaldas (que nos devuelven los de arriba), y un uso estratégico de la música, que va desde la samba hasta el jazz pasando por la ópera, según a qué estrato socioeconómico se aplique. En general, el sonido se convierte en un personaje más, tanto cuando desaparece y debería estar – según los cánones pre-vanguardistas hollywoodienses – como cuando se manifiesta como elemento provocador, verbigracia: en la secuencia en que Paulo y Díaz luchan a ritmo de ópera y percusión de metralletas integradas en la misma escena.
Por otra parte, es significativa la representación sociológica que Rocha efectúa: la burguesía, aunque parcialmente comprometida, posee un lenguaje diferente al del pueblo, por lo que la comunicación nunca es efectiva. Este distanciamiento no es sólo lingüístico: ninguno de los personajes principales es negro, la antigua raza esclava se destina a representar a las clases populares, que son el todo y la nada a la vez: se les ve, pero no se les escucha, tienen rostro, pero el filme no da nombres. Ante este panorama, sólo queda una salida, la única verdad que Paulo encuentra: su muerte. Lejos de la ciudad, en soledad, acompañado por un estruendo de rifles desahogándose, Paulo se retuerce en una postura mímica, dramática y distanciadora al mismo tiempo – que por momentos recuerda al miliciano de Robert Capa – como un guerrillero muerto en combate; después de todo, escenario bélico no faltaba: era el propio Brasil.
Azahara
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