"The longer one listened to him, the more obvious it became that his inability to speak was closely connected with an inability to think, namely to think from the standpoint of somebody else. No communication was possible with him, not because he lied but because he was surrounded by the most reliable of all safeguards against the words and the presence of others, and hence against reality as such."
Hannah Arendt sobre Adolfo Eichmann.
En algún patio cualquiera, un viejo de faz benévola observa a sus nietos mientras éstos alimentan a unos patitos. Uno de los niños le propina un brusco jamaqueón a uno de los animalitos y el viejo le reprende. “Pídele perdón al pato”, le dice. El viejo se llama Anwar Congo, “gangster” bona fide –en todo el sentido irónico de esta expresión— considerado héroe nacional en Indonesia por su participación en la purga anti comunista que llevó al exterminio de 1 millón de personas entre los años 1965 y 1966. Puede que mi memoria haya tergiversado un tanto la escena que describo, la cual resulta bastante intrascendente en el contexto más amplio del documental sobre el que trata este escrito. No obstante, en el concatenado y casi surreal mundo que retrata el genial documental The Act of Killing (2012), de Joshua Oppenheimer, convive con enervante candidez la imagen de un vecino de barrio cualquiera con la de un monstruo.
Luego de un fallido golpe de estado en septiembre de 1965, el futuro presidente Suharto, cuyo régimen mantuvo el poder de Indonesia por 31 años, recurrió a la ayuda de “gangsters” y de organismos paramilitares con el fin de perseguir y asesinar cualquier grupo insurgente o persona vinculada con los presuntos opositores del “nuevo orden”, en su mayoría “comunistas” y/o chinos. De la noche a la mañana Anwar Congo y compañía, de simples “gangsters” de poca monta que eran, dedicados a la reventa ilegal de entradas de cine, se transformaron en mandamases legitimados por el estado, cuya misión simple y sencillamente consistía en fulminar la oposición. De ese período nace el movimiento paramilitar Pemuda Pancasila, del cual Anwar es miembro fundador y que al día de hoy cuenta con miembros en el gabinete gubernamental. A pesar del reconocimiento público que gozan los victimarios la historia nunca les ha pasado factura por lo que en otro contexto sería clasificado como crímenes de lesa humanidad.
En vista de este panorama, sería de esperar que el lente de The Act of Killing camine una senda moralmente preclara y, además, asuma una postura contundentemente crítica sobre el tema que trabaja. Aunque originalmente la investigación se proponía desde el lado de las víctimas, según ha admitido el propio director en diferentes foros, y a pesar de que la aparente ambivalencia moral de la obra haya suscitado debates y levantado las esperadas ronchas, el recurso que terminó escogiendo Oppenheimer para construir el relato resulta infinitamente más interesante. La premisa: realizar un filme sobre los “históricos” eventos, recreando las masacres y asesinatos con la participación activa y voluntaria de los perpetradores – o en perfecto castellano: un “reenactment” de los eventos. En lugar de fustigar desde el principio a sus protagonistas Oppenheimer utiliza el pretexto de la película para explorar a los “actores”/perpetradores – conceptos que utilizaré de manera intercambiable de aquí en adelante –en su propio ámbito y desde sus propias obsesiones, aprovechando el entusiasmo que sienten éstos de contar y representar sus propias “hazañas”. Además, seguramente el pretexto de filmar las susodichas “hazañas” le ofrecía una suerte de salvaguarda a la producción, la cual de todas maneras no se dio sin dificultades.
Este proyecto híbrido –documental, historia oral y filme de propaganda “basado en hechos verídicos”, si se me permite—, trata, entre otras cosas, sobre la construcción de narrativas: a nivel personal, de relato fílmico y/o de discurso social e histórico. Por un lado, existe el cuento que Anwar quiere creerse, ese que procura inculcarle a sus nietos y congéneres: el mito de héroe nacional cuyas manos orgullosamente reclaman por lo menos mil muertes por la causa. A su vez, el mito de Anwar el héroe reverbera a nivel de discurso oficial, en el cual “gangster”, cuyo vocablo en el idioma indonesio supuestamente proviene del inglés “free man”, es sinónimo de justiciero. Por último, existe el relato del filme dentro del filme, constantemente trastocado toma tras toma, versión tras versión, al no servir bien el propósito de propaganda; pues difícilmente puede la producción pretender una representación “auténtica” de los atroces actos sin manchar la imagen de los protagonistas, cosa que lógicamente éstos quieren evitar.
'La pantalla como espejo' cobra un sentido literal en la propuesta de Oppenheimer. El sometimiento de Anwar (y demás actores) a su rol como actor, y su eventual progreso, confirma que el meta-filme no es un mero truco publicitario. El reenactment, que ocasionalmente ubica a Anwar en el lugar del torturado, suscita una especie de terapia mimética. El filósofo Bernat Tort, en su columna-denuncia sobre la colegiación de actores en Puerto Rico, entre otras cosas, señala que:
“La vocación del actor, de la dramaturgia, de los teatreros, es presentarnos un sinfín previamente indeterminable de formas de ser-en-el-mundo, de experimentos existenciales, de formas de ser otro distinto al que me tocó, la posibilidad de pensarnos coexistiendo con otras normas y bajo otras premisas.
Esta capacidad de simulacro, o espejo ontológico, si se me permite, que comparte el llamado séptimo arte con el teatro (aun con sus variantes); su posibilidad de "imitar la (o una) vida" – como plantea aquel título del melodramero Douglas Sirk - del cine; en fin, el poder del cine vulnerará a nuestro protagonista al punto del quiebre corporal, en una escena demasiado parapelos para poner en texto.
Notas sobre lo (in)humano
Lo (in)humano, entendido, según Medalagana, como ese sustrato en apariencia “bárbaro” (extranjero) pero intrínseco y/o potencial al animal humano, por lo general encuentra representación en el cine acompañado de una buena dosis de humor o de un grado absurdo de demonización. Ambas tácticas de representación tienen el beneficio de reducir el componente abyecto de un sujeto o de una situación, convirtiéndolo en algo fácilmente decodificable. Desde el lugar familiar de la risa o del miedo, nos distanciamos, convenientemente, de la aparente monstruosidad o ridiculez de alguien o algo. Siguiendo la línea de pensamiento, nos resulta más deleitable mofarnos del Hitler “slapstick” – evidente en Lubitsch, en sketches de Monty Python y hasta más recientemente en Inglorious Basterds (2009) –, u horrorizarnos del nazi sádico y psicópata – presente en un sinfín de películas –, que lidiar con la remota posibilidad de identificarse, o peor aun, sentir empatía, por el “gran dictador” emo que nos presenta un filme como The Downfall (2004). Para muchos, este último acercamiento peca de “humanizar” demasiado al victimario, y no es para menos… Si miramos la definición que ofrece RAE (http://www.rae.es/rae.html) para “humanizar”, saltan a la vista las connotaciones compasivas que arrastra dicho término. Habrá, seguro, alguna explicación etimológica al respecto. No obstante, parece interesante subrayar que, en este sentido, “humanizar” no se limita a “hacer humano […] algo o alguien”, sino que además parece partir de una idea preconcebida, casi rousseauniana, de cómo es ese “humano”, de su afabilidad innata.
Bajo esta lógica la “humanización” de un confeso torturador como Anwar Congo (o de cualquier otro villano histórico) constituye un acto imposible, pero Oppenheimer no persigue lo imposible tanto como intenta, inversamente, exponer el potencial (in)humano que puede hayarse incluso en el individuo menos esperado. La candidez que muestra Anwar al describir y reproducir, con la ayuda de un sonriente voluntario, sus rudimentarios métodos de tortura, nos engaña por momentos: ¿empatiza el documental con Anwar?; ¿lo “humaniza”?; ¿trivializan los reenactments la triste realidad del genocidio?... En cierto sentido, sí, hay un intento de mirar al Anwar humano, en tanto (in)humano; es decir, a mirar al torturador con y sin su indumentaria, dentro y fuera del poder, carismático, ingenuo, brutal y bobo. The Act of Killing evita lo que en una columna reciente Slavoj Zizek llama “la fascinación del mal”:
En pocas palabras, se trata de bajar al torturador del pedestal del mal.
Luego de ver The Act of Killing pocos críticos han resistido la tentación de invocar la insigne frase de Hannah Arendt, "la banalidad del mal", que ciertamente le va al dedillo. Pero ¿no es la trivialización (del mal, del torturador) que propone la frase de Arendt, en última instancia, necesaria para poder mirar al torturador, sin pudor ni miedo, directamente a los ojos y de una vez por todas, bajarlo del pedestal?