La segunda parte de esta fórmula (“porque explica cosas que el libro no”), cabe señalar, supone que este tipo de filme muchas veces está predicado sobre un modelo incidentalmente dialógico: la gente llenará lo que entienden como un vacío del texto fílmico con el material suplementario que ofrece la fuente original, o viceversa. No resulta osado especular que esta técnica se está dando hace algún tiempo y que conforma una garantía para muchos estudios. Lo interesante del caso, por otro lado, es que muchos espectadores terminarán resignadamente comprando los dvds o blu-rays por aquello de completar la colección. Ese agridulce fetiche de coleccionar; de ver un colorido anaquel con todo Tolkien en carpeta dura seguido por Peter Jackson’s Tolkien on Film – y digo agridulce porque todos sabemos que la colección nunca estará completa, ya que de hoy a dos meses sacarán un edición supra-über especial con grabaciones inéditas de los Hobbits indigestados.
Entonces, la sombra del texto original pesa infinitamente sobre su homónimo fílmico; y este lastre es aún mayor si proviene de una fuente original canonizada por la Cultura, o la cooltura, dependiendo del caso.
Pero ojo: Escribo ciertamente desde el momento del análisis, siguiendo la lógica romántica Wordsworthiana: ese momento de “tranquilidad” del cual puedo asirme para escribir poesía, o en este caso, un poco sobre cine. Momento de sosiego casi imposible, ya que, con toda franqueza y por aquello de poner un ejemplo, toma sólo un instante recuperar la ira que sentí cuando hace mucho tiempo vi que Jean-Jacques Annaud decidió cagarse en L’amant de Marguerite Duras. En ese mismo instante, sentencié al director y a su obra de cine asesino por precisamente haberse desligado descarada e irresponsablemente de la forma que tan singularmente distingue esta obra maestra. (Des)afortunadamente el filme de Annaud, en tanto filme, es malísimo, así que la crítica, en tanto crítica de adaptación, no tiene ni razón de trascender.
Adaptarse… Bien lo dijo el kinocamarada González en su última intervención, “el cine le debe mucho a la literatura”. Los primeros pasos de la historia del cine, así como sus últimas rutas, constatan este fenómeno. Esto queda evidenciado en el hecho de que el llamado modelo de continuidad del cine tradicional, que prioriza la causalidad de las acciones, en gran medida, como ha señalado incluso André Bazin, hereda sus técnicas narrativas de la novela decimonónica. No obstante, el recurrir a otras fuentes mediáticas – novelas, novelas gráficas, series de televisión, Transformers, el hiperreal mundo pirata de Disney – para realizar producciones cinematográficas, no sólo llena esa supuesta carencia de originalidad que muchos denuncian especialmente cuando de Hollywood se habla, sino que funciona como valor de marca. Se aprovecha de esta manera el nombre o prestigio de un autor – Bram Stoker’s Dracula de Coppola, Mary Shelley’s Frankenstein de Brannagh – o el éxito de una publicación – ¿De veras tengo que repetir Twilight?, Harry Potter – o el “rating” de una serie – Sex and the City –, etc., para asegurar un nicho o una demografía dentro del mercado: así la adaptación en sí se convierte en la mitad del trabajo publicitario.
Claro, no cesa de sorprender el sinnúmero de filmes que provienen de alguna fuente extra-cinematográfica; así como ese afán, demasiado en boga, de revivir/reciclar todo lo retro – por ejemplo, realizar una agringada versión de una película “extranjera” de hace seis meses. Y aunque los ejemplos sobran, este es otro tema…
No obstante por ahí se debe andar con mucha cautela. Tales sentencias, como la de arriba (“la novela es mejor”), ya lo demostraron teóricos de adaptación como James Naremore o Robert Stam (la lista obviamente se extiende), corren el riesgo de reivindicar varios prejuicios, entre estos: a) establece la falsa primacía del valor del texto literario o de la literatura en general sobre el cine; b) presupone la fidelidad – “hacerle justicia al texto original” – como criterio sine qua non del trabajo de adaptación cinematográfica; y c) pocas veces reconoce la intrínseca diferencia de cada lenguaje artístico así como sus capacidades, grandezas y/o límites. Stam, con el fin de desplazar a la literatura de su pedestal vis a vis el cine y de socavar lo que llama “la quimera de la fidelidad”, propone una teoría de adaptación que, entre otras cosas, reconoce la intertextualidad ya inherente a los mismos textos literarios que funcionan de fuente para la adaptación fílmica. Menciono someramente estas tentativas teóricas quizá con la intención de luego indagar en ellas con un poco más de cuidado, pero por el momento…
De teatro a cine… A pesar del alborotado preámbulo, resultado de la fibra que toco el kinocamarada antes aludido, debo poner un freno aquí y prestarle momentánea atención a la adaptación de teatro a cine, que exhibe sus giros propios: ¿Cómo visualizar el libreto, normalmente circunscrito a un escenario, a otro espacio, el de la puesta en escena cinematográfica? ¿Debe el filme emular la teatralidad como valor original de la obra, o en cambio, desligarse de ella?, etc…
Hay muchas variantes, claro, que van desde gran parte de la filmografía de Mike Nichols, experto en sacar las posibilidades cinematográficas de muchas obras teatrales, al Lars von Trier de Dogville, quien, en este caso, crea una experiencia cinematográfica destacando precisamente lo teatral de la puesta en escena. Pero temo excederme; les ofrezco entonces una adaptación de Come and Go de Samuel Beckett, parte de la colección Beckett on Film. En la misma verán como la puesta en escena teatral y la cadencia del dialogo maximiza la expresión cinematográfica y traduce muy bien la dimensión espacio-temporal de la pieza, todo con una simple toma estática. Por supuesto, como ya mencioné, esta es solo una variante…