Hurgando entre películas usadas de una videotienda aquí en Austin me encontré con una uruguaya de 1976 titulada La luciérnaga del director Javier Viera. Ese día decidí arriesgarme a comprarla, a pesar de no conocerla, remembrando lo que hice cuando quebró trágicamente la tienda Televideo en Puerto Rico. En aquella primera ocasión, muchas de las películas que compré, aunque no las conocía, resultaron ser joyas del cine latinoamericano como por ejemplo La boca del lobo del director peruano Francisco Lombardi y La vida es silbar del director cubano Fernando Pérez. En el caso de Lombardi, el VHS que me costó un dólar realmente era un tesoro porque sus películas no se consiguen. Basta con echarle un vistazo a Amazon para ver que cuesta veinticinco veces más en VHS o cincuenta veces en DVD de lo que me costó y que solo tienen una o dos copias disponibles. En aquel momento lo que me persuadió a comprarlas fue el precio de liquidación y solo posteriormente descubriría el valor real de estos VHS que formaban parte del cine clásico latinoamericano. Además de eso, compré otros tesoros en Televideo: Ugetsu del director japonés Kenji Mizoguchi y la película Lola del director francés Jacques Demy. Fue, en definitiva, una buena compra. Pero lo que me motivó en Austin a volver a comprar a ciegas fue el título La luciérnaga y el hecho de que saliera en la década de los setenta. Pocas veces uno se encuentra con una película como ésta, entiéndase, que sea del repertorio latinoamericano y que aparezca luego de treinta años de su estreno. Por eso ameritaba la compra y luego de verla puedo decir que valió la pena. Fue realmente una revelación.
Poco conocido en su país de origen por ser uno de los tantos exiliados de la dictadura, el director de La luciérnaga, Javier Viera, era originalmente el camarógrafo del programa de noticias Sólo aquí y ahora antes del golpe de estado en el Uruguay en 1973. Allí trabajó por un periodo de ocho años hasta que se impuso el régimen dictatorial y comenzó la censura y la persecución en los medios de comunicación. Aún quedándose sin trabajo decidió permanecer cinco años en el país, antes de exiliarse, con el propósito de rodar en la clandestinidad lo que sería su primera y única película. La misma -cuyo título original era Las flores del infierno- pasaría a llamarse La luciérnaga en 1976. Filmada con bajo presupuesto -uno prácticamente nulo- la película sigue el ejemplo de El espíritu de la colmena (1973) del director español Víctor Erice para contraponerse al aparato represor del estado uruguayo. El propio título tiene resonancia con el de la película de Erice dándonos la clave de que el filme será un juego metafórico. Y efectivamente lo es, jugando a su vez con los claroscuros de la fotografía y resaltando los espacios oscuros para "iluminarnos" con mensajes subrepticios. Las escenas más oscuras son las que más nos invitan a sumergirnos en el viaje clandestino y en ellas radica la magia de la película.
Además, el título evidencia el interés de este director por jugar con el lenguaje y sus referentes. Comenzando por el "abuso" de la raíz latina lucerna -que significa candil o lámpara- este director extrapola dicha raíz a la composición de sus encuadres. Por ejemplo, en varias escenas de la película vemos múltiples lámparas alumbrando un espacio vacío y negro en clara alusión a la raíz latina. En ellas se crea la contraposición entre luz y oscuridad para remitirse a los temas de la película que, como era de esperarse en tiempos dictatoriales, son la vida y la muerte. Estas lámparas, además, aparecen colocadas en distintos contextos de la película para añadirle múltiples significados y nuevas connotaciones. Viera juega de esta manera con el qué, el dónde y el cómo para que los objetos no sean solo materia sino que adquieran su propia historia, es decir, una historia política.
Por otro lado, lejos del juego metafórico y connotativo, el argumento de la película es relativamente sencillo. Un sexagenario que sufre de una enfermedad terminal está postrado en su cama esperando la muerte. Allí ve cómo una luciérnaga entra a su cuarto y se posa en el marco de la cama. Este encuentro es la chispa que lo lanza al delirio porque sabe que la muerte está cerca. Así comienza la trama y el delirio le abre las puertas al director para experimentar con lo onírico usando tomas desenfocadas y resaltando el rastro de las luciérnagas en movimiento. A estas imágenes que evocan el mundo de los sueños, Viera yuxtapone el contexto político utilizando lo auditivo sobre lo imaginario, literalmente aquí como lo que muestra la imagen. Este audio sale de un pequeño radio en el cuarto y es prácticamente inaudible. No se entiende bien lo que se escucha pero se asume que son coberturas de protestas o huelgas porque se oye un bullicio y cambios súbitos en el volumen. Además, por si quedaba alguna duda, el calendario de 1973 en la pared del cuarto contextualiza esta transmisión. Y es que el mismo aparece desde el comienzo del filme imponiendo en nosotros una lectura que a tres años del golpe, en 1976 -año en que se estrenó La luciérnaga- no nos debe extrañar. Más aún y por fortuna, la actuación del protagonista, Diego (Daniel Rojas), es magistral. No solo internaliza el sufrimiento de un paciente agónico sino que también interpreta su papel entendiendo el contexto alegórico que representa. Su agonía es más bien la agonía de su país y por esto su papel es crucial, sobre todo, en el manejo de las expresiones faciales.
Con respecto al uso de la cámara, Viera utiliza planos estáticos en la mayoría de sus escenas. Quizás en parte por las restricciones presupuestarias y del equipo, la cámara rara vez se mueve añadiéndole un carácter de pesadez y de lentitud al filme. Sentimos la agonía de Diego porque la cámara se posa sobre su cara y permanece ahí por largo tiempo. Además de este sedentarismo, la iluminación también ayuda a crear una atmósfera lúgubre y fatídica. La mayoría de las escenas se filmaron en el cuarto de Diego lo que posibilitó, por ser un espacio pequeño y cerrado, la manipulación de la iluminación. Pero en lugar de usar luces artificiales para alumbrarlo todo, Viera y el director de fotografía (Roberto Moreira) prefirieron jugar con la luz natural, con las sombras y la oscuridad casi absoluta. Así manipularon con precisión los contrastes y los claroscuros. En una escena, por ejemplo, Viera coloca el mínimo de luz posible para que se refleje un destello en los ojos de Diego. Solamente se ve este destello en todo el encuadre y la cara y el cuerpo se desvanecen en la oscuridad. De pronto se escucha un alarido largo y estridente. Parecería como si estuvieran torturando a Diego aunque nunca vemos entrar al cuarto a ninguna otra persona. Una lectura superficial supondría que grita por los dolores de su enfermedad aunque la película juega a propósito con la ambigüedad para hablar sobre la tortura. Así Viera aprovecha la historia de su protagonista para contar otra historia paralela que es la de la década del setenta en el Uruguay.
Otra escena magistral aparece cuando la cámara sale del cuarto por primera vez y retrata el paisaje exterior de la casa. Esto ocurre cercano al final de la película y en este momento nos percatamos por primera vez dónde es que vive Diego. La cámara se coloca en el marco de la ventana y vemos que la casa está rodeada por un bosque. El jardín aparece abandonado por lo que asumimos que Diego lleva mucho tiempo enfermo y que no tiene familia. La conexión entre el abandono de la casa y el abandono del país es bastante clara. De hecho, nunca vemos ningún lazo de solidaridad con el enfermo que más bien aparece en solitario y sin que nadie se acerque a la casa para traerle comida u ofrecerle ayuda. El abandono es entonces generalizado. Pero para sublimar la escena de exteriores, escuchamos sobre estas imágenes bucólicas un monólogo de Diego, el único de la película, donde discute con la muerte. Este monólogo es un cambio abrupto con el resto del filme porque el libreto incluye muy poco diálogo. Predomina el énfasis en las imágenes más que en la palabra ya que parece haber un interés en el silencio para añadirle más tensión a la trama. La ausencia de exposición también aporta a esta tensión y es una técnica que Viera utilizó veintipico de años antes que Lucrecia Martel. Nunca se nos explica quién fue Diego ni cómo terminó en este estado. Tampoco se habla de sus convicciones políticas -queda en manos del espectador interpretarlo-. A esto me refiero con la ausencia de exposición. No obstante, resulta interesante ver cómo distintas técnicas cinematográficas resurgen con el paso de las décadas.
Ahora bien, cómo llegó esta película a la ciudad de Austin todavía es una incógnita. Quizás alguno de los cinéfilos que merodean por esta ciudad la compró en uno de sus viajes al Uruguay o a Alemania porque la distribuidora tiene dirección en Frankfurt. Ya esta dirección no existe pero supongo que Viera consiguió distribuir su película luego de salir al exilio. Parece que al igual que Tangos, el exilio de Gardel del director argentino Fernando Solanas cuya distribuidora está en Suiza, La luciérnaga logró salir de la clandestinidad gracias a la mano europea.
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